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El peso invisible del alquiler

13 de octubre de 2025 por Jon López Dávila Deja un comentario

El hogar no es solo un techo: es la base simbólica sobre la que se asienta la identidad, la estabilidad emocional y el proyecto de vida de cualquier persona. Cuando esa base se tambalea, cuando el “¿y si me suben el alquiler?” se convierte en una pregunta recurrente, el miedo no se queda en lo económico, sino que se filtra en lo más íntimo de la existencia.

Cada generación ha tenido sus propios fantasmas, pero la juventud actual convive con uno especialmente insidioso: la imposibilidad de pensar en un futuro habitado. La vivienda se ha convertido en un factor de incertidumbre permanente, una espada de Damocles que amenaza no solo la autonomía material, sino también la salud mental. Estrés, ansiedad, insomnio, frustración, sentimientos de fracaso: no hablamos de abstracciones estadísticas, sino de grietas reales en la vida cotidiana de millones de personas.

El sufrimiento que provoca la crisis de la vivienda no se mide únicamente en facturas impagables o en metros cuadrados compartidos con desconocidos. Se mide en noches en vela, en la imposibilidad de planificar, en el aplazamiento indefinido de decisiones vitales. No hay emancipación posible si cada decisión está supeditada a la precariedad del mercado. Y sin emancipación, la vida adulta se convierte en una especie de adolescencia prolongada, cargada de responsabilidades pero privada de horizonte.

Esta carga no se distribuye de manera equitativa. Las desigualdades se reproducen de forma silenciosa: quien cuenta con un colchón familiar, herencias o apoyo económico, puede pensar en la vivienda como un derecho; quien no, se enfrenta a la vivienda como un privilegio lejano, casi como una lotería social. Así, dos jóvenes con idéntica formación y salario pueden terminar en lugares radicalmente distintos, no por mérito o esfuerzo, sino por la biografía patrimonial de sus padres.

Lo que está en juego no es solo la economía doméstica, sino la arquitectura psicológica de toda una generación. La vivienda se ha convertido en un termómetro de malestar colectivo. Allí donde debería haber refugio y estabilidad, crece la sensación de vulnerabilidad e impotencia. Y sin un suelo firme, la construcción del futuro —laboral, familiar, personal— se vuelve endeble, cuando no imposible.

Por eso, hablar de vivienda no es hablar de ladrillos ni de urbanismo: es hablar de dignidad, de salud mental, de la posibilidad de vivir sin miedo constante al desarraigo. La vivienda, más que un bien de consumo, es el espacio donde se materializa la experiencia humana más básica: la de habitar el mundo. Mientras siga siendo un lujo inaccesible para muchos, lo que está hipotecado no es solo el presente, sino también el porvenir.

Publicado en: Crítica Social, España, opinión, REVISTA, SOCIAL




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