Durante demasiado tiempo, las valoraciones sobre la vida en Alicante se han hecho desde la perspectiva de la media: el salario medio, el precio medio del alquiler, el coste medio de la vida. Pero la media ya no refleja la realidad. Hoy, la ciudad está atravesada por una brecha profunda entre quienes pueden comprar o alquilar viviendas a precios desorbitados y una mayoría creciente de ciudadanos que apenas logran sostenerse con salarios mínimos. En pocos años, el coste de vivir aquí se ha equiparado al de grandes capitales europeas, pero los ingresos siguen siendo muy inferiores.
Esta distancia no solo evidencia una desigualdad económica, sino una erosión silenciosa de la dignidad. Poder tener un hogar propio, formar un espacio íntimo y seguro, debería ser una condición básica de cualquier vida digna. Sin embargo, en la Alicante actual, ese derecho se ha convertido en un privilegio. Vivir solo, independizarse o comenzar una nueva etapa tras una separación son metas que se escapan para la mayoría.
El mercado de la vivienda ha dejado de ofrecer hogares para ofrecer únicamente lugares donde dormir. Quien busca un piso asequible se enfrenta a una realidad en la que la renta consume más de la mitad del salario. El esfuerzo que exige algo tan elemental como un techo limita la libertad, condiciona las decisiones personales y posterga la posibilidad de construir un proyecto vital propio.
Muchos jóvenes – y no tan jóvenes – continúan en casa de sus padres no por elección, sino por imposibilidad de acceder a una vivienda. Otros, tras una ruptura, no encuentran alternativa más allá de compartir habitación o regresar al hogar familiar. Esta dependencia forzada no es solo una consecuencia económica: es una vulneración de la autonomía personal y, por tanto, de la dignidad humana.
En una sociedad que exalta la independencia y la autosuficiencia, resulta paradójico que la estructura económica obligue a depender de otros para sobrevivir. La vivienda, más que un bien de mercado, es el lugar donde se materializan la libertad, la intimidad y el proyecto de vida. Cuando se niega ese acceso, no se priva solo de un espacio físico, sino de la posibilidad de vivir con plenitud y respeto hacia uno mismo. Sin un hogar estable, no hay arraigo, ni igualdad, ni futuro. No se trata de alcanzar la media, sino de asegurar que nadie quede excluido del derecho elemental a vivir con dignidad.
Alicante necesita repensar su modelo urbano y poner en marcha políticas que coloquen la dignidad humana en el centro del urbanismo y de la economía. Se requiere un compromiso decidido por ampliar el parque público de vivienda, ofreciendo alternativas estables y asequibles a quienes hoy quedan fuera. Es imprescindible también limitar el uso turístico y vacacional de los inmuebles en los barrios residenciales, para que las casas vuelvan a cumplir su función social: ser hogares.
Debe gravarse la especulación inmobiliaria y fiscalizar las viviendas vacías que se mantienen como inversión mientras miles de personas no encuentran techo. Hay que establecer una diferencia clara entre la vivienda como derecho y la vivienda como negocio, protegiendo la primera y regulando la segunda.
Garantizar el acceso a un hogar digno no es una cuestión de mercado, sino de justicia. Porque sin vivienda, no hay libertad, ni igualdad, ni futuro. Y una ciudad que no cuida la dignidad de sus habitantes termina perdiendo también la suya.
















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