En tiempos en los que algunas voces intentan desdibujar el pasado o revestirlo de falsedades, Alicante se alza este sábado como un recordatorio firme y luminoso de lo que ocurrió y de lo que no debe volver a repetirse. La ciudad será reconocida como “Lugar de Memoria Democrática”, no solo como un acto administrativo, sino como una declaración profunda: la memoria importa, aunque haya quienes prefieran que desaparezca.
Los tres espacios que recibirán esta distinción —el Mercado Central, el puerto y la tumba de Miguel Hernández— no son simples enclaves urbanos. Son heridas todavía abiertas, páginas de una historia escrita con sangre, miedo, esperanza y dignidad. No se señalan para embellecer un mapa, sino para recordarnos que hubo un tiempo en que la libertad pendía de un hilo, y que quienes pagaron el precio de defenderla merecen ser recordados sin ambigüedades ni manipulaciones.
El Mercado Central: donde la vida cotidiana se volvió tragedia
Aquel 25 de mayo de 1938, el bullicio del mercado —madres, niños, ancianos, vendedores, gente que simplemente intentaba sobrevivir— se quebró bajo el estruendo de las bombas. Noventa explosiones arrancaron 273 vidas y dejaron centenares de heridos.
El ataque no fue un accidente ni un daño colateral: fue un golpe calculado contra civiles indefensos.
En un solo instante, Alicante sintió lo peor de la guerra y lo mejor de su pueblo: el horror y el abrazo, la devastación y la solidaridad. Olvidar aquello sería traicionar no solo la historia, sino a los propios muertos.
El puerto: la última frontera entre el miedo y la esperanza
En marzo de 1939, miles de personas se agolparon en el puerto buscando un camino hacia la libertad. Llevaban maletas ligeras, algunas fotos, cartas arrugadas, ropa apresurada… y un miedo que pesaba más que todo eso junto. La esperanza tenía nombre de barco: Winnipeg, Marionga, American Trader… pero sobre todo Stanbrook, el carguero que se convirtió en símbolo de un exilio arrancado a la fuerza.
2.638 seres humanos se apiñaron en su interior. Otros miles quedaron en los muelles, viendo cómo la última oportunidad se alejaba hacia el horizonte. Muchos terminarían en campos de concentración. Algunos, en la nada.
Este puerto no es un paisaje: es un testimonio. Un latido que aún se escucha si uno se detiene a mirar.
La tumba de Miguel Hernández: la palabra encadenada que sigue siendo libre
Y en el cementerio de Alicante descansa Miguel Hernández, poeta de la luz y de la tierra, marcado por la cárcel y la enfermedad, quebrado por un régimen que temía más a los versos que a los fusiles. Murió joven, pero dejó palabras que siguen resistiendo al tiempo y al silencio.
Su tumba es un lugar de duelo, sí, pero también de esperanza. Una señal de que la cultura, aun perseguida, siempre vuelve.
Este reconocimiento no es un gesto del pasado: es un compromiso con el futuro. Porque la memoria —cuando es honesta— no divide. Lo que divide es la mentira, la manipulación, el intento de borrar los hechos o reescribirlos a gusto del presente.
Proteger estos lugares significa proteger la verdad. Y proteger la verdad significa protegernos a nosotros mismos.
















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