
Hoy 5 de julio, quizá haya cambiado un poco la historia de la gentrificación en Alicante. Cientos de personas se han concentrado ante la puerta de la Librería 80 Mundos, en pleno centro de la ciudad, para decir algo tan sencillo como urgente: Alicante no se vende. Una consigna que, lejos de ser una frase hecha, condensa años de malestar soterrado, de decisiones impuestas y de ciudad robada a sus habitantes. La movilización de hoy no es un hecho aislado. Es la respuesta —tardía, quizá, pero firme— a una acumulación de pérdidas que han ido vaciando de sentido las calles por las que caminamos.
El detonante ha sido el «desahucio cultural» de 80 Mundos, la librería más emblemática de la ciudad, tras 41 años ocupando el mismo local. Un espacio que ha sido mucho más que un negocio: ha sido centro de gravedad emocional, referencia intelectual y archivo vivo de varias generaciones. Por eso, más allá del trauma de su cierre (o más exactamente, de su expulsión), lo que se está disputando en Alicante es el valor de la memoria compartida frente a la lógica de la especulación inmobiliaria.
Vivimos en una época donde todo tiende a reducirse a su rendimiento económico. Si no eres rentable, no existes. Si no generas beneficios rápidos, estorbas. Esa es la lógica que está detrás de la turistificación, la proliferación de apartamentos vacacionales, la homogeneización del comercio urbano. Una lógica que ha colonizado también el corazón de las ciudades, convirtiendo sus centros en espacios pensados más para ser fotografiados que para ser vividos.
El caso de 80 Mundos es el síntoma más reciente de un proceso de desposesión colectiva. Lo irónico es que muchos de estos capítulos se han escrito —o se han dejado escribir— con el consentimiento implícito de quienes creían estar al margen. Porque tendemos a pensar que estas cosas no nos afectan, que ya abrirán la librería en otro sitio, que ya encontraremos otro lugar donde comprar los libros del colegio o presentar una novela. Pero ese razonamiento olvida que los lugares no son intercambiables. Que la historia no se traslada ni se alquila por metros cuadrados. Que no es lo mismo pasar junto a un escaparate con memoria, que cruzarse con el enésimo edificio anodino que algún fondo de inversión convertirá en residencias temporales.
Hoy se ha producido un acto de resistencia. Un gesto cívico que trasciende la defensa de una librería concreta. Lo que se ha defendido ante las puertas de 80 Mundos ha sido la ciudad como lugar de pertenencia, no como producto de consumo. El derecho a vivir en un entorno que tenga sentido, continuidad, profundidad. Porque no es casual que uno quiera comprar los libros del cole donde los compraban sus padres. Ni que se emocione al presentar su primera obra en el mismo espacio donde lo hicieron figuras como José Luis Ferris, Mariano López Soler, Paca Aguirre o Elia Barceló.
La cultura necesita espacios. Pero sobre todo necesita tiempo, cuidado, raíces. Y eso es lo que está en juego. Alicante no se vende. Pero quienes la habitan, cada vez más, sienten que simplemente están pagando la diferencia de un modelo que no han elegido. Que otros deciden, gestionan y negocian en su nombre. Y eso solo cambiará si se toma conciencia de lo que realmente se pierde cuando se cierra una librería, una panadería, un cine, una floristería. Cuando todo lo que queda de un barrio son los códigos QR de los apartamentos.
Hoy, en Alicante, ha habido una manifestación, sí. Pero también una declaración. Un aviso. Y quizás —ojalá— el primer paso hacia un nuevo relato, uno en el que el contenido vuelva a importar, en el que la ciudadanía no sea un efecto secundario del turismo, y en el que el espacio público vuelva a estar vinculado a lo común, no al capital.
El giro de argumento es posible. Pero requiere lucha (mucha), constancia y, sobre todo, memoria.
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