Uno ya tiene un bagaje ateo —gracias a Dios—, y aun así hay momentos en que hace falta repasar, con calma y con rabia, todo lo que la Iglesia fue, es y sigue siendo. El último episodio del podcast Amiga, date cuenta, “Bendecir la mesa”, abre precisamente ese melón: la relación entre fe, poder y feminismo. Un tema que parecía superado, pero que vuelve envuelto en estética pop, portadas de Rosalía y el eco visual de películas como Los domingos, de Alauda Ruiz de Azúa, que nos obligan a mirar de nuevo el papel de la maternidad, la culpa y lo sagrado en la vida de las mujeres.
El problema es que este renacimiento simbólico del catolicismo no llega inocente. Coincide —casualmente o no— con el auge de la extrema derecha, que ha hecho del “volver a los valores” su bandera cultural. El respeto, o mejor dicho, el blanqueo, de la Iglesia en tiempos de revisionismo moral me da un asco tremendo. Porque mientras se habla de tradición, de espiritualidad o de comunidad, se oculta la otra mitad de la historia: la de las mujeres que la Iglesia encerró, silenció y utilizó.
Entre 2012 y 2019, la Iglesia católica perdió unas 2.160 monjas en España. Y si ampliamos la mirada hasta 2025, la cifra se acerca a 3.000 monjas de clausura menos en una década. No se trata solo de vocaciones que se apagan, sino de un modelo que se desmorona. Son mujeres que abandonan los conventos después de años de obediencia y aislamiento, de rutinas que rozan el abuso psicológico. Durante siglos, ser monja fue uno de los pocos caminos disponibles para una vida sin hombres; una forma de independencia que, paradójicamente, pasaba por entregarse a otra autoridad masculina: la divina.
Liliana Viola, en su libro La Hermana, retrata con lucidez ese doble filo. Muestra cómo dentro de los conventos también existía el deseo, la ternura, el afecto entre mujeres. El lesbianismo no como pecado ni como secreto, sino como el único resquicio de libertad posible. En un espacio diseñado para reprimir, esas redes afectivas eran una forma de resistencia íntima.
Y, sin embargo, la Iglesia sigue presentando a las monjas como figuras puras, ajenas al mundo. Como si no hubieran sido también el brazo ejecutor de un régimen moral y político. No hay que irse muy lejos: el Patronato de Protección a la Mujer o la Sección Femenina fueron instituciones donde monjas y falangistas colaboraron activamente para “reeducar” a las mujeres consideradas desviadas, rojas o promiscuas. Era la santidad puesta al servicio del fascismo.
Por eso el debate que propone Amiga, date cuenta es tan necesario. No se trata de fe, sino de memoria. De entender cómo la Iglesia moldeó nuestra idea de lo femenino: sumiso, sacrificado, culpable. Y de cuestionar por qué ahora se intenta lavar esa imagen con documentales, colaboraciones culturales o discursos edulcorados sobre la espiritualidad femenina.
La escuela pública, por cierto, enseña lo que en una concertada jamás se menciona: que detrás de los muros conventuales había mujeres reales, complejas, con deseos y heridas. Que la religión, cuando se convierte en poder, deja de ser fe para ser control.
Así que sí, bendigamos la mesa si hace falta, pero con los ojos bien abiertos. Que no nos vendan como mística lo que fue, durante siglos, una maquinaria de culpa que ni todas las pelis del mundo, pueden blanquear.
Escucha el programa (merece la pena):
















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