Es curioso que mientras más nos distanciamos de la tecnología, más felices parecemos. Sin pretender ser un gurú, durante unas horas, las rutinas de otras épocas no muy lejanas me han poseído. Me he comprado un cuaderno y dos bolis (bic), un libro, le he quitado el polvo a un mp3 con listas del 2005 (sin modo aleatorio) y he necesitado un buen represor de instintos endemoniados para no tocar pantallas.
Te faltan cosas, es obvio. El cuerpo, por mucho que omitas cosas, se ha adaptado con demasiada facilidad a las prisas, a la inmediatez. Tienes miedo de estar perdido cuando no encuentras una calle y duele ver la dependencia que tenemos que alguien responda nuestras preguntas y solvente nuestras dudas al instante.
Tenía la sensación de que el tiempo se había acelerado, últimamente. Y no es que me haya hecho viejo – que también – sino que hay factores en tu vida que te hacen correr por cosas que van a seguir ahí vayas lo rápido que vayas. ¡Tampoco te pierdes tanto! Lo de ser el primero en todo está sobrevalorado. Y se puede ser puntual sin estar todo el tiempo mirando al reloj.
Pero más allá de mis sensaciones, escribo ésto porque hay algo de lo que el uso continuado del móvil nos priva: El silencio. O el ruido natural del mar, de un tren llegando, de un beso de despedida o de un abrazo en un andén. Dejar de estar sordo de esas cosas, aunque te pierdas el último boletín de noticias, o la última novedad de tu banda favorita, merece la pena. Éso y escucharte a ti mismo, con tiempo para pensar lo que quieres que resuene dentro de ti.
Lo analógico, etimológicamente, es algo así como la reiteración de la razón. Y eso, quizá, no lo hubiera averiguado estando saturado, sordo y acelerado.
Deja una respuesta