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Ante un espejo de lo que fui en Zarautz y ahora soy en Alicante.

3 de julio de 2025 por Jon López Dávila Deja un comentario

Hace once años me fui de Zarautz. Me fui sin grandes despedidas, sin aspavientos. Simplemente, la vida me llevó lejos, a Alicante, y allí, poco a poco, me fui convirtiendo en otra persona. No sé si mejor, peor o simplemente distinta. Lo cierto es que cada vez que vuelvo aquí, a este pueblo que una vez sentí mío, me siento más como un turista accidental que como alguien que pertenece.

El tiempo es implacable. No he visto crecer, al menos, a una generación. La mía, mientras tanto, ha envejecido sin echarme de menos, o al menos esa es la impresión que me queda en los ratos de soledad. El egoísmo, esa enfermedad moderna, se ha generalizado. Incluso en mí. Supongo que es el peaje de lo vivido, de las cicatrices que uno acumula lejos de casa.

Y, sin embargo, hay algo que me descoloca. Me llama la atención que, después de tanto tiempo, haya gente que siga agradeciéndome cosas. Cosas pequeñas, gestos, palabras, crónicas olvidadas que escribí cuando creía que todo eso importaba. En Alicante, mi día a día es tan anónimo como insípido. Allí nadie me agradece nada, o casi nada y mis favores, o mi tiempo, valen cero. Aquí, en cambio, los recuerdos pesan, pero también se celebran.

Porque, a veces, es en los pequeños detalles donde uno entiende por qué en algunos sitios las cosas funcionan, y en otros no. Me he ido encontrando con retales de mi pasado: Michal, el mejor luthier de por aquí, me ha puesto a punto una guitarra por 50 euros —una guitarra que ya creía muerta—, me han invitado a comer, a varias cervezas, me han impedido pagar un libro en una librería, un disco en una tienda de discos. Me han emocionado contándome crónicas, noticias, eventos que, de alguna manera, ayudé a construir o a visibilizar hace más de una década. Incluso hay quien recuerda que un día tuve una banda. Que fui parte de algo.

La nostalgia es una trampa dulce. Me dejo atrapar. Ya que me han dado pie, he querido indagar en cómo están las cosas hoy, si sigue vivo ese tejido invisible que hace funcionar los pueblos. Me ilusiona ver que la gente todavía prefiere salir en el Zarata, o en las revistas locales, antes que en un medio generalista. Que ser periodista de pueblo, como lo fui yo, todavía implica no poder tomarte una cerveza tranquilo, porque siempre hay alguien que se acerca, que te cuenta su proyecto, que te da un abrazo, que te invita una ronda en señal de agradecimiento.

Claro que no todo es idílico. La hipérbole siempre acecha cuando uno compara lo que tiene con lo que tuvo, o con lo que imagina. Fui muy crítico con Zarautz, como lo soy con Alicante. Tanto como lo soy conmigo mismo. Hay cosas que aquí no me gustaban, y no me gustan aún. Pero eso no quita que me dé cierta pena sentirme a veces incomprendido, o incluso menospreciado, en un lugar al que le di algunos de los mejores años de mi vida, y miles de palabras que sirvieron, de algún modo, para que las cosas mejoraran.

No quiero reconocimiento. Hace años que enterré mi ego en un vertedero, donde seguramente debía estar. Pero eso no quita que me dé pena. Pena por lo que fui, por lo que soy, por lo que quedó en el camino. Y, a pesar de todo, me reconforta pensar que hay rincones, personas y gestos que todavía me recuerdan, incluso cuando yo ya apenas me reconozco.

Publicado en: ALICANTE CIUDAD, Crítica Social, opinión, REVISTA




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