La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, abandonó recientemente la Conferencia de Presidentes en protesta porque el lehendakari Imanol Pradales intervino en euskera. Lo que para cualquier demócrata debería ser una expresión natural de la riqueza cultural de España, Ayuso lo convirtió en una ofensa, un acto supuestamente intolerable que merecía su marcha. Una vez más, la presidenta madrileña ha optado por el gesto grandilocuente, por el titular fácil, a costa del respeto institucional y del reconocimiento de la diversidad que define nuestro país.
No hay patriotismo posible sin respeto. Y quien no respeta las lenguas cooficiales de España —todas ellas reconocidas en la Constitución— no puede erigirse en defensora de la patria. Rechazar que se hable euskera en una reunión estatal no es solo una falta de cortesía política, sino un ataque a la identidad de millones de ciudadanos que también son españoles. Es un acto profundamente centralista, excluyente, y demuestra una concepción de España en la que solo cabe lo que Ayuso representa: un castellano hegemónico y un Madrid como epicentro de todo.
Resulta irónico, además, que quien no tiene una lengua propia en su comunidad utilice esa ausencia como palanca para negar la legitimidad de las demás. Ayuso no solo diferencia su comunidad del resto, sino que la eleva como modelo único, como si lo madrileño fuera lo español y lo demás, una anomalía. Lo preocupante no es ya que ella actúe así, sino que buena parte del PP lo tolere, cuando históricamente el partido ha tenido líderes —como el propio Feijóo— que han defendido con orgullo el gallego y la pluralidad lingüística del país. Hoy, ese intimidado Feijóo calla.
El problema de fondo es más serio. Ayuso no se limita a defender sus ideas conservadoras, sino que está marcando un rumbo cada vez más escorado a la derecha dura, empujando al PP hacia posiciones que no todos dentro del partido comparten. Que se postule para liderar la parte más ultra del partido no significa que no exista un sector moderado que observa con estupor cómo se radicaliza el discurso. Hasta se echa de menos a Ciudadanos, o a una figura que haga de contrapeso en el centro, en un espacio hoy deshabitado.
La paradoja es que mientras critican al Gobierno por su «dependencia de partidos minoritarios», el PP se aferra a Vox para gobernar en varias comunidades (como la valenciana) o Ayuntamientos (como Alicante). Y en ese camino, lejos de fortalecer la cohesión nacional, se alimentan los enfrentamientos, se niega la pluralidad y se dinamita el consenso. El nacionalismo rancio de Ayuso no une: excluye, divide, y convierte lo que debería ser un proyecto común en una guerra cultural constante.
El patriotismo no se mide en banderas en la muñeca, ni en portazos. Se mide en el respeto a todos los ciudadanos, en su diversidad, en su cultura, en sus lenguas. Y ese respeto, lamentablemente, Ayuso lo ha vuelto a abandonar por la puerta de atrás. Y lo peor, es que el gesto estaba premeditado y a pesar del sobre aviso sus «supuestos jefes» se lo han permitido.
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