
Estas Hogueras han sido diferentes. Sin duda, las peores de mi vida, y a la vez, las más tranquilas. Mientras la ciudad ardía en ruido, fuego y euforia, yo atravesaba otra clase de incendio, más íntimo, más crudo. Por eso, a diferencia del resto del mundo, a mí no me cuesta el último día: llevo toda la semana despidiéndome de demasiadas cosas. Todas a la vez.
Siempre me ha fascinado ver arder el tiempo, los momentos y las partes de mi vida que no me gustan. Lo curioso es que estos días, lo que ha ardido es la parte buena, y me quedan las cenizas de un millón de cosas que han dejado de latir y este acumulado de hojas blancas por llenar.
Eso. Y mucho tiempo para pensar, que curiosamente, hace honor a una frase que leí el otro día: «piensa que lo que vives ahora fue un deseo, alguna vez».
Creo que no. Me duele hasta pensarlo, porque cuando uno pone el foco en el futuro omite inesperados, enfermedades, dolores, soledades e infiernos. Pero la realidad supera la ficción, incluso cuando esa ficción tiene más de drama que otra cosa.
En medio de eso, el Jendrix ha sido mi pequeño oasis. Un rincón para respirar con cerveza fría, conversaciones sueltas y música en directo, esa rara avis en unas fiestas cada vez más uniformes y coreografiadas para el algoritmo. Allí, el 24 de junio, Los Fiestones cerraron el minúsculo pero necesario festival del fuego alternativo.
No fue un gran concierto. Pero quizá por eso mismo fue el adecuado.
Oscuros, lentos, casi introspectivos, Los Fiestones hicieron juego con mi ánimo, como si sus letras, sus silencios entre canción y canción, y ese aire denso —con reminiscencias claras de Los Planetas, un eco lejano de The Velvet Underground y una versión áspera y certera de los Stooges— hubieran sido compuestos para acompañar el cierre de algo que no sé muy bien cómo empezó.
La voz parecía llegar desde otra habitación, como si el cantante no estuviera del todo ahí. Y quizás no lo estaba. Quizás, como yo, estaba pensando en lo que duele y en lo que quema, en lo que uno deja atrás sin quererlo. Entre los asistentes flotaba esa sensación de agotamiento post-fiestas que se instala sin permiso, ese hueco donde antes había fuegos artificiales y ahora solo queda la cáscara.
Pero hay belleza en las ruinas. En lo inacabado. En lo que no tiene pretensiones de épica.
Y eso fue el concierto: un susurro más que un grito. Un cierre tenue, pero honesto. No hubo pogo ni catarsis, pero sí un reflejo, una pausa, una grieta por donde mirar hacia dentro.
No debería escribir esto, quizá. Pero si uno puede decir que una banda le ha gustado más o menos, también puede permitirse desnudar el contexto desde el que la escucha. Porque la música no suena en el vacío. Y esta noche, como tantas otras, yo también hubiera querido ver arder algo. O haber sido yo quien arde.
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