
Vivimos tiempos que parecen diseñados para el sobresalto. La prisa como modo de vida, el ruido constante, la expectativa de inmediatez, la necesidad de tener una opinión para todo y para ya. En medio de esta vorágine, mantener la calma se ha convertido en un gesto casi revolucionario. No hablamos de pasividad, sino de un estado activo de conciencia, de una pausa elegida que nos permite mirar las cosas como son, no como nos las grita la ansiedad.
El estrés, lo sabemos, parece inevitable. Está en la espera del médico, en el correo sin responder, en el atasco de cada mañana, en que una peli se trabe y haya que esperar cinco minutos para ver su final (que lejos quedan los tiempos de los anuncios eternos.
También sabemos —cuando el cuerpo y la experiencia nos lo recuerdan— que no siempre es necesario reaccionar con estruendo. A veces, basta con contar hasta diez. Respirar. Una respiración honda, que no arregla nada, pero lo reordena todo. Una pausa que no resuelve el problema, pero nos cambia la manera de enfrentarlo.
La experiencia, ese grado tan denostado por la urgencia juvenil del mundo, tiene la virtud de relativizar. Quien ha vivido suficientes veces un mismo error sabe que casi nada es tan grave, ni tan definitivo. Que el margen de maniobra es más amplio de lo que parece. Que dramatizar desgasta y no soluciona. Que el control absoluto es una quimera y que parte de la madurez consiste en aceptar lo que no depende de nosotros.
La calma también se entrena. No es un don místico, sino una práctica constante. Como ensayar una obra de teatro, o la vida… Uno aprende a no dejarse llevar por la primera emoción, a no decir la primera palabra, a dejar espacio entre el estímulo y la respuesta. Y como todo lo que se ensaya, necesita de un entorno propicio. Porque es difícil mantener la serenidad rodeado de ruido y de histeria. Es importante cuidar la compañía: buscar a quienes no se dejan arrastrar por el caos, a quienes comprenden que la rutina no es un enemigo, sino un refugio. Que la estabilidad también tiene su belleza. Y que en la confianza está disfrutar de ese primer impulso que no le enseñas a los demás.
A veces, cuando todo parece torcerse, basta con mirar alrededor y encontrar esa mirada tranquila que nos devuelve al centro. La empatía no es solo una virtud moral, sino una herramienta de supervivencia. Saber leer los estados emocionales ajenos —y también los propios— nos permite actuar con más acierto, más humanidad, más sosiego.
Hay palabras que deberían pronunciarse cada día como un mantra: gratitud, meditación, apoyo, prioridad. La gratitud como antídoto contra la queja automática. La meditación, incluso breve, como reseteo necesario. El apoyo mutuo como red invisible que todo lo sostiene. Y la capacidad de priorizar como brújula cuando todo parece urgente pero no todo lo es.
Contar hasta diez no es perder tiempo, es ganarlo. Es un gesto pequeño, pero poderoso. Es recordar que no somos esclavos de cada situación que vivimos. Que se puede elegir. Que se puede esperar. Que, incluso en medio del ruido, aún podemos optar por el silencio y evitar que una discusión, o un tema enquistado se alarguen. Y eso, en estos tiempos, es casi una forma de libertad.
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