En la vida es importante dejarse sorprender. Porque sino, todo se vuelve tedioso y previsible. O, al menos, te puedes llegar a creer que es así, aunque, en realidad, no tiene por qué…
Lo bueno de la música, es que siempre esconde matices que agrandan las pequeñas «brechas» que separan una escucha sosegada en tu casa, de lo que puedes sentir viendo un directo. El «nuance» (que dirían los franceses), puede ir desde lo que aporta tu estado de ánimo, hasta lo que estás haciendo en el momento que escuchas algo, pasando por quién te acompaña o lo que el cuerpo y sus «vulcanidades» incontrolables despliega.
Justamente por eso, me gusta escribir sobre lo que siento cuando voy a un concierto, aunque no me gusta la distinción ligera que la palabra crítica le da a mi trabajo. Porque hay sutilezas que no dependen de mi, sino de cómo haya sido mi semana, mi nivel de exigencia, o lo que cuadra la oferta del momento con lo que mi cabeza demanda.
A veces, cuadra, como el viernes pasado. Y en un mismo cartel, variado, confluyen dos cosas que mi mente necesita: dos extremos que, si no opuestos, sí que son distantes. Una dosis de rabia de juventud, y un halo de poesía bien condimentada. O lo que es lo mismo: La 126 y Travis Birds, en una tarde noche de viernes, protagonizando la segunda jornada del ciclo MFest del Aula de Cultura de Alicante.
La CAM (como es conocida popularmente entre los alicantinos) estaba llena. Y eso ya dice bastante, porque si te pones a pensarlo, hay cosas que aunque se den por sentadas, acaban de pie. Algo que se empieza a sobre-entender en la meteórica carrera que llevan las chicas de La 126.
A las 3 ilicitanas les quedan muchísimas cosas por pulir. Pero entre ellas no están, ni la rabia, ni el buen rollo, ni la capacidad de mimetizarse con las cosas que entiendo que van encontrándose en todos los conciertos que están tocando últimamente. No paran, y eso es bueno. Porque el crecimiento de una banda consiste precisamente en eso, en rodarse, absorber, seguir componiendo cosas, ir metiendo voces a lo que ya sonaba bien, de por sí, bajos pregrabados, para darle cuerpo a las composiciones, sorpresas como que Elia aparque las baquetas para (sal)irse del guion, o ver en Laura capacidades en las seis cuerdas que dejaron boquiabiertos a unos cuantos puretas de la vida que había a mi alrededor.
Lucía es un alma libre, eso ya se sabe. Y tiene dos alas excelentes sobre las que sostener sus vuelos. Pero las 3 van perdiendo una parte de esa inocencia que va convirtiendo las letras simples en el furor que se echa de menos en el apalanque generalizado de su generación.
Quién no las había visto, flipo, como lo hice yo, la primera vez que me las crucé por casualidad. Pero, a medida que he ido viéndolas más, puedo afirmar que aún nos queda mucha evolución por ver. Y, lo mejor, es que en torno a ellas, empieza a crecer una movida que mezcla propuestas autogestionadas y público, con grupos locales que se alejan del buenismo generalizado de gran parte de lo que les ha precedido en estas tierras desconectadas y secas.
Tras el furor, y una breve espera, sonó la música de El Padrino en la trompeta de Tony Molina. Yo siempre había visto a Travis Birds «escondida» tras las seis cuerdas, o de las 88 teclas. Pero creado el ambiente propicio, Laura Herreros emergió de la nada, menos tímida, sin barreras y con un halo de rabia contagioso que hipnotizó al público al instante.
Nuestros culos estaban pegados a una butaca, pero el resto del cuerpo vibraba al unísono, amenazando las sujeciones de cada una de las filas del auditorio.
Yo he escuchado decenas de veces ‘mis aires’, ‘una romántica’ , el «Perro deseo» en bucle… pero nunca lo había sentido de la forma que lo disfruté el viernes. Abstraído por cada golpe de bajo, por cada cambio de ritmo, por cada punteo de guitarra o por cada irrupción de trompeta. Las letras ahí estaban, en el eco que separa la boca de la artista de lo que mi mente procesa, o relaciona.
Al final, eso es la música. O lo que uno busca cuando se pasa la semana esperando que llegue ese momento que rompa tu rutina. Cuando alguien lo consigue, importa una mierda de dónde vengas o a donde pretendas ir, porque es ahí dónde estás rodeado de gente que está igual que tú, ensimismada, bailando por dentro y por fuera y dejándose llevar por una magia que pocas cosas tienen en el mundo.
‘ Grillos’ es mi favorita. Y con Marcus V. de Britto, «Yoyo» Bey y compañía, no se echa de menos que no esté Leiva. Porque te «sube, sube, sube» igual, desde dentro, hasta las yemas de los dedos, sensibilizadas para cada roce imposible a todo eso que no se puede tocar, porque ya te ha abrazado entero sin que te hayas dado ni cuenta.
Si además, tenemos la primicia de escuchar un ‘contigo’ de anuncio, es lógico que la platea no resista el impulso de ponerse en pie a aplaudir.
En la vida es importante dejarse sorprender. Pero más importante, si cabe, es que te sorprendan.
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