Cuesta reconocerlo, pero bajo la apariencia de una sociedad cada vez más individualista late algo profundamente humano: seguimos necesitando tiempo para procesar lo que nos quiebra. Podemos llenar la vida de automatismos, de urgencias, de protocolos; podemos creer que el dolor cabe en un formulario o en una casilla del Estatuto de los Trabajadores. Pero la muerte —la de verdad, la que te roba el suelo bajo los pies— no entiende de plazos laborales.
Hoy, la ley concede dos días de permiso por el fallecimiento de un familiar cercano. Dos días para asumir que alguien que formaba parte de tu vida ya no está, para gestionar los trámites, para desplazarte —a veces cientos o miles de kilómetros—, para acompañar a los tuyos y, además, para empezar a convivir con un vacío que apenas has tenido tiempo de nombrar. Dos días que, en la práctica, no son un duelo: son logística.
En un país que presume de avances en salud mental, seguimos actuando como si el dolor fuese una molestia privada que debe resolverse deprisa, sin alterar el engranaje productivo. Se nos pide volver al trabajo con el pulso todavía temblando, con la cabeza en otro sitio, con el cuerpo exhausto después de tanatorio, entierro y papeleo. Asistimos al desajuste de un sistema que prioriza la presencia física sobre la presencia humana: importa más fichar que poder respirar.
La ampliación del permiso a diez días, que el Gobierno estudia y que algunos sectores empresariales tachan de exageración, no resolverá un duelo que siempre necesita meses. Pero sería un gesto de reconocimiento: el de aceptar que ninguna empresa se viene abajo porque una persona se tome el tiempo imprescindible para comenzar a asumir la pérdida; el de admitir que acompañar el dolor de los trabajadores no es un lujo, sino un deber ético.
Quizá nos hemos acostumbrado a aparentar fortaleza, a minimizar lo que nos afecta, a vivir como si fuéramos piezas intercambiables. Pero, por más que insistamos en esa ficción, seguimos siendo humanos. Y todo cambio —también el de aprender a vivir sin quien queremos— necesita su proceso.
No se trata ya del papeleo ni de los kilómetros. No se trata de reorganizar turnos ni de indulgencia colectiva. Se trata de entender algo básico: ningún trabajo debería exigir que aparquemos el dolor en 48 horas. No mientras sigamos llamándonos sociedad.
















Deja una respuesta