
En un mundo donde las redes sociales nos venden una vida perfecta, donde los filtros de Instagram embellecen hasta las grietas, la realidad de muchas personas sigue siendo brutalmente cruda. Esta noche, 61 vecinos del barrio de San Antón en Elche —entre ellos 17 menores— han tenido que abandonar sus hogares. No por elección, ni por capricho. Por miedo. Por inseguridad. Por vivir en edificios que se caen a pedazos.
Las fisuras en dos escaleras y el hundimiento del pavimento han sido el último aviso. El terreno cede y con él, las promesas de estabilidad. El pretexto esta vez son las lluvias de marzo. Pero lo cierto es que este no es un problema nuevo, ni puntual. Hace solo unos meses, el mismo barrio vivió otro desalojo tras un incendio. La historia se repite, como si fuera normal que una familia tenga que salir con lo puesto, que los niños duerman en hoteles o en casa de familiares porque su casa ya no es segura.
Aunque se ha actuado con rapidez, con cuerpos de seguridad, bomberos y voluntarios ayudando a las familias, la pregunta sigue en el aire: ¿por qué se llega siempre tarde? ¿Cuántas veces más tendrán que ser evacuados hasta que se haga algo definitivo? Desde hace años se habla de reconstrucción, de nuevas viviendas, de derribos «inminentes» que nunca terminan de llegar. Mientras tanto, la gente vive —o sobrevive— en estructuras deterioradas, con miedo a que el techo les caiga encima.
No hay filtros que maquillen esta situación. No hay story de Instagram que suavice la angustia de no saber si mañana volverás a tu casa. Esta es la cara real de muchas zonas olvidadas, donde el abandono institucional pesa tanto como el cemento que cede bajo sus pies.
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