Resulta que no estoy viejo, por aguante, aunque haya realidades que me hagan plantearme que debo mirarme más a menudo al espejo del presente imperante…
Con esa sensación salí del utópico segundo día del Spring del 2024. Seguramente, porque ya no estoy para aglomeraciones, y tampoco sé bien si esta cabeza mía que iba a festivales de apenas 1000 o 2000 personas, se acaba de acostumbrar a esto de que haya tantas mesas, experiencias, pantallas con fútbol y dj´s con fuegos artificiales.
Y eso, que tras una entretenida matinal, la distopía empezó con Xoel López en su remozado papel de Costello, educando al indie medio con matices de merengue, bachata, percusiones latinas y, eso, sí, letras que tocan, directamente, esa bola con arterias que tenemos en el pecho.
Me quedó claro el mensaje: Uno no debe vivir del pasado. O al menos, más que hacer comparaciones, es mejor intentar adaptarse, o disfrutar de cosas diferentes, como esos que han cambiado la cerveza por tinto de verano, los que tras la resaca del primer día hacían cola en las fuentes de agua potable, o los que dejaban caer sus cuerpos pesados sobre el césped, buscando un descanso que en otras épocas no era necesario.
Con muñeira, o sin ella, el coruñés errante sigue siendo inigualable. Que no le peguen las maracas, no significa que no las haya interiorizado de puta madre. Y el hecho de arriesgarse vuelve interesante cualquier propuesta. Xoel es un mago, porque te roza sin tocarte, manejando las palabras a su antojo sabiendo que sus experiencias se parecen a las de cualquiera que haya sentido cosas buenas en algún momento y las haya tenido que comparar después con otras «de lodo».
Deluxe queda lejos, igual que la orilla del Atlántico que le rescató hace más de una década. Y en esa sucesión de rarezas del segundo día, la primera vino ahí, en el punto en el que ganas una apuesta y consigues que hasta el más suspicaz baje la guardia y baile «el tigre de bengala» o se aprenda el repliquillo de «mágica y eterna».
Me gusta reposar lo que Xoel me hace sentir. Mis amigos dicen que me pongo serio, o trascendental, pero incluso en un Festival, uno debe saber degustar esa paz derivada de los amores cambiantes que el aguante y los reencuentros magnifica.
Unos se fueron a ver el fútbol, y yo me quedé indagando entre foodtrucks, qué pintaban en el cartel Belén Aguilera y Dani Fernández. La primera me conquistó con el primer verso de «Antagonista»:
«En los cuentos siempre hay un final feliz
Pero luego en la vida real hay un matiz
Se juntan nudos y desenlaces
Hay gente con quien no haces las paces
No siempre tienes lo que mereces
Se supone que así creces».
Entiendo que ella está aún creciendo en muchos sentidos, y no creo que le importe que a muchos de los presentes no le vayan los rollos «motomamis». Eso sí, pagarían por ver a la artista consagrada, cuando lo que realmente mola, es ver este proceso de evolución.
Mi pega es ser demasiado exigente con las letras. Hace tiempo entendí que unos bailamos con lo que nuestros oídos filtran y otros permiten que sus piernas se dejen llevar. No hay más que ver lo que ha conseguido Taylor Swift esta semana, hacia donde ha «involucionado» Rosalía ó lo que los más jóvenes prefieren, para ver quienes «ganan».
A mí me sobran las baladas, pero en el ritmo si hay matices que mi oído equipara a lo que hace 20 años me pasaba a mí con la frescura de aquel pop que ahora muchos mal llaman indie. Creo que es bueno que cada uno madure a su manera y entiendo que aunque a mí me quede lejos el mundo de Samurai, Ana Mena, Lola Índigo y compañía, es lo que viene. Y me tomo como un regalo poder verlo así, ahora.
Con Dani Fernández, me pasa algo parecido. Quizá lo tengo etiquetado más con los post-adolescentes de mi entorno (que lo idolatran) y se le ve que forma parte de esta realidad de likes con, en mi opinión, exceso de buenismo. Pero si para algo valen los directos es para extraer tus propias conclusiones. Y el chico es obvio que es una puta esponja y que denota inquietudes diversas que él traslada al resto a su manera.
Que «todo cambia» está claro. Igual que que la música es una asociación de las cosas que vas viviendo y cada uno acaba haciendo lo que quiere. Yo las viví con Vetusta, La Buena Vida, Los Planetas, Nudozurdo, Maga u Odio París y ahora ese punto festivo tiene otros matices diferentes, como el dúo para la posteridad (de «sin vergüenza») que se marcaron Dani y Antonio García (de Arde Bogotá) y que más de uno habrá encerrado con llave en su lista de momentos irrepetibles, junto a la versión final de Supersubmarina.
El cambio, con la irrupción de León Benavente, fue radical. Diría que más «speedico» de lo habitual, e incluso violento.
Cual científico loco con su peinado al viento, Abraham Boba y sus secuaces sacaron a relucir todo el repertorio de hits de una década.
Habiendo escuchado las demos desnudas de su último recopilatorio, los matices techno y el lado punk se hacen más latentes en el directo. Como la emoción que mi colega Santi denotó: ésto no es comparable con nada, no se puede meter ni en el saco del pop, ni en el del indie. Eso sí, el nivel poético y la implicación social se agradecen en esta cordialidad ultrasensible que ha acaparado el mundo mainstream últimamente.
Al fin y al cabo, está bien recordar que el mensaje importa y que aspirar a lo mejor, sin tener en cuenta lo que te puedes encontrar, puede causarte un dolor para el que conviene prepararse. Y no hablo sólo del (des)amor predominante en los setlist de la mayoría de grupos de hoy.
El fútbol había terminado, y el Spring empezó a parecerse más a un estadio de Copa de Europa antes de sentarte a ver el partido. 25.000 personas son muchas. Hay que aplaudir que el 99% de los detalles hubieran sido tenidos en cuenta… pero es inevitable pensar que yo una vez vi a Viva Suecia, en Las Cigarreras, con poco más de 10 personas a mi alrededor.
Hoy los de Murcia se parecen poco a aquello. Y de ellos, el resto de artistas emergentes de la noche, deberían aprender que un sueño se cumple disfrutándolo, sabiendo de dónde vienes e introduciendo voces femeninas, instrumentos de viento, compostura y, claro, una sucesión de hits que la gente berree emocionada.
Vi el concierto solo, analizando detalles y entendiendo por qué son ellos los que capitalizan «la transición del indie». Porque, en el fondo, están a medio camino entre lo que otros, que ahora nos cansan, aportaban, y lo que los nuevos pretenden.
Va a ser verdad eso de que conviene tocar mucho (juntos) para conocerse mejor. Frase aplicable, no sólo a la música…
Ya con compañía, me dejé llevar por Sexy Zebras. Reconozco que aunque, también, fui de los que les vieron en ese concierto de 30 personas de Stereo, últimamente, me los he encontrado más en listas de dj´s que en vivo
Han ganado en frescura y en calidad de speachs. Y su directo, que siempre tuvo muchos kilates, tiene el don de generar un movimientos que ni la bachata, ni el seudoreggeatón, ni el pop generan. Un pogo es un pogo. Y sin punk, al menos a mí, la experiencia se me queda a medias. En un día ecléctico como nunca, pensar que habíamos pasado por todo lo relatado, hizo que los que en algún momento de su vida fueron (aunque fuera minímamente) rockeros, sudaran la camiseta botando y vibrando con las ganas contenidas, o asumiendo que ahí moría el Spring del 2024.
El repertorio bien jugado, la colaboración sin chivato de Dani Fernández y la necesidad de no sentirnos tan viejos, hizo el resto. Y para mí, por sensaciones, fue uno de los 3 mejores conciertos del Festival.
Luego, sucumbiendo al convencionalismo, me pedí una última Mahou y cerré mi Spring con Arde Bogotá. Aún recuperando el aliento, tuve la sensación de que Antonio García ha visto demasiados vídeos de Morrison y Bunbury últimamente. De hecho tuve que acercarme, porque en la lejanía, con la pose de piernas abiertas y guitarra suelta y la puesta en escena, parecía un concierto de Heavy Metal. Pero no…
Los de Cartagena van ganando en puesta en escena. Hay más movimiento, buenos temas, seguramente, la mejor voz (con permiso de Rafa Val y Gabriel de la Rosa) que se ha visto por un festival últimamente y muchísimos fieles, de esos que repiten experiencia, porque les gusta.
A mí más que por detrás, me entra mejor de cerca. Han adaptado perfectamente la distorsión a lo que la gente demanda y llama la atención como, a pesar de que «la salvación» y «los perros» prevalecen en demanda, han conseguido éso tan difícil de que canciones no tan de festival, como «exoplaneta» sean un himno que trastoca corazones y mentes de los presentes.
La historia tiene visos de abrirles muchas puertas grandes, pero estaría bien que no perdieran ese espíritu heavy, o que los egos no acabaran con algo bonito, como le pasó a los dos espejos que reflejaban la melena al viento y los esprints por el escenario del cantante.
Fue un toque final tan bueno, que me fui a la cola del autobús escribiendo detalles de un Spring que me ha sentado bien. Entre otras cosas, porque me he dado cuenta que uno no solo envejece, acumula experiencias. Y en cómo las haya disfrutado, y en cómo las digiera, está el listón para que cada día, y cada concierto aprendas cosas nuevas.
La música nacional goza de una excelente salud. Ya no tiene una etiqueta única, aunque quizá lo que sí que se ha «uniformado» haya sido el criterio del público.
Pero igual esas son cuestiones que es mejor reflexionar entre festival y festival… ahora tengo resaca emocional.
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