
A veces, lo que llamamos “separación” no es una ruptura… es una liberación. Dos almas que, habiéndose acompañado, eligen soltarse para seguir creciendo. No desde el abandono, sino desde la comprensión profunda de que juntos ya no saben florecer como antes.
En realidad, desde una perspectiva espiritual, no es el final de una historia, es el nacimiento de dos nuevos caminos que ya no caben en la misma dirección.
Separarse no es fallar. Es tener el valor de decir: «Te dejo ir para que puedas volverte todo lo que viniste a ser, porque conmigo, ya no es posible.» Es un acto de amor maduro, de respeto por el viaje del otro, y de gratitud por lo vivido.
La relación fue fértil. Dio frutos. Enseñó. Y ahora muere con dignidad, para que algo nuevo nazca en cada uno. Cuando comprendemos esto, las culpas, los reproches y la rabia se disuelven. Te alegras por lo que le pasa al otro y queda solo lo esencial:el amor que libera.
Porque lo que fue verdadero amor, dure mucho o poco, y aunque los cuerpos se alejen, siempre quedará vibrando en la superficie del mundo esperando transformarse en otra cosa.
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