
Había una vez, en un pequeño pueblo costero, una mujer que se llamaba María. Había vivido mucho, con una vida tranquila, cargada de rutinas fijas y anhelos callados. Iba a pilates, a yoga, trabajaba, acumulaba libros para leer, bebía cerveza acompañada por grillos y le gustaban los domingos en familia con sus padres.
Los días se sucedían como las olas en la orilla, siempre iguales, pero a la vez cambiantes. María buscaba la esencia de su soledad, la quietud plena de su existencia. Y, a veces, se iba a caminar por la playa salvaje de delante de su casa, con sus botas granates como escarpines, llenando bidones de agua, para su pecera de ofiuras, huevos de moluscos y nudibranquios. Sin saber que su vida, a veces, podría parecerse a ese pequeño cubo, que encierra muchas cosas, pero no todas las que caben en una vida entera.
Una tarde de invierno, mientras paseaba por su lugar favorito, escuchó una suave conversación entre el viento y las olas. Era una tarde fría, el cielo nublado, y el aire fresco le acariciaba el rostro que en verano cambia de tono. De repente, vio algo que la hizo detenerse. En un acantilado cercano, un cormorán volaba, posándose con gracia en una roca, mirando al horizonte con una serenidad que la cautivó.
María había estudiado el mar en Cádiz y había navegado en barcos, muchos meses, sin ducharse. Se había fijado en esas aves marinas que parecen bailar con el viento, pero nunca antes había visto uno tan cerca. El silencio de la escena era profundo, pero María sintió como si algo vibrara dentro de ella. Como si aquel ave, tan lejos de su vida cotidiana, le hablara sin palabras.
Al día siguiente, regresó al mismo lugar. Esta vez, trajo consigo unos prismáticos antiguos que había encontrado en el desván desordenado de su casa. Su padre los había usado en sus años de juventud, y ahora, entre sus manos, parecían un símbolo de algo olvidado: la curiosidad por lo lejano, la búsqueda de lo que está fuera de alcance.
Con los prismáticos puestos observó al cormorán de cerca. El ave se movía con una gracia que la fascinaba, y aunque la distancia era grande, el solo hecho de poder ver aquel ser tan extraordinario le dio una sensación extraña, como si la vida la estuviera invitando a ser parte de algo más.
En las semanas siguientes regresó al acantilado todos los días, siempre con los prismáticos. Comenzó a notar más detalles en su entorno: los colores cambiantes del cielo, el canto lejano de las gaviotas, las huellas que dejaban las olas al retirarse. Sentía que, de alguna manera, el cormorán se había convertido en su pequeño secreto, su manera de conectar con lo que había más allá de su vida rutinaria.
Hasta que luego, volvía a su mundo de peceras, yoga, cervezas y cenas. Un día, mientras observaba al cormorán, alguien se acercó por detrás. Era un hombre de su misma edad, con una expresión amable y una sonrisa que parecía haber sido olvidada en su rostro por el paso del tiempo. Él también estaba allí para observar al ave, pero lo extraño es que nunca antes habían coincidido.
—Es increíble, ¿verdad? —dijo él, señalando al cormorán—. Siempre me ha fascinado cómo se posan en esas rocas, tan firmes, tan seguros de sí mismos. A veces, los envidio. Por eso, y por las alas que a mí, a veces, me faltan, para ir todo lo lejos que me gustaría.
María, sorprendida por la presencia de otro, apenas alcanzó a responder, pero algo en sus ojos brilló.
—Sí —dijo finalmente—. Me gusta venir aquí. Es como si el mundo se detuviera un momento.
El hombre se presentó: – Soy Jon- , y a partir de ese día, comenzaron a encontrarse regularmente en el acantilado. Hablaron sobre todo y sobre nada, pero lo que compartían, sin saberlo, era una conexión profunda.
Con el tiempo, María comenzó a esperar esas tardes, no solo por el cormorán, sino también por Jon. Él, con su mirada tranquila y sus palabras suaves, fue entrando en su vida de una manera delicada, como el viento que se cuela por las rendijas de una ventana.
Un día, María se dio cuenta de que el cormorán ya no era lo único que la fascinaba. Algo en Jon había comenzado a despertar una sensación nueva en su pecho, una que no había sentido en muchos años: el deseo, la emoción de compartir, de ser vista. El miedo a lo incierto, a lo desconocido, comenzó a desvanecerse. Y sus prismáticos apuntaban más al tipo que al ave.
En un atardecer dorado, mientras el sol se despedía detrás de las olas, Jon la miró y le dijo, casi en susurro:
—Nunca me atreví a decirte esto antes, pero… creo que la vida es demasiado corta para quedarnos mirando desde lejos. Tal vez, si nos arriesgamos un poco, podríamos descubrir juntos cosas que aún no sabemos.
María, con el corazón latiendo con fuerza, entendió en ese momento que el cormorán, los prismáticos, el mar, y Jon, le estaban enseñando una lección importante: en la vida, sentir algo especial no es sencillo. El miedo y las dudas siempre están presentes, pero el riesgo de no arriesgarse puede ser mucho mayor. Aquella conexión tan genuina no podía ser ignorada por más tiempo.
Habían pasado 7 años, los peces de su pecera habían volado, así, María decidió dejar de observar la vida sin la distancia y sin prismáticos. Descalza, fue acercándose al cormorán, sintiendo el viento, el mar frío, la mano de Jon. Decidió arriesgarse, porque a veces, lo que vale la pena no se ve con los ojos, sino con el resto de los sentidos.
Y sintió. Justo antes de sentir que el tiempo no había pasado. El cormorán se había ido volando, Jon esperaba en la orilla con una toalla, dos bidones de agua llenos y un fotoperiodo programado, para que en su vida, con pecera, con yoga, con cervezas, con amigas, con festivales, mares, vacaciones, motivaciones y pilas de libros y discos por leer, siempre hubiera luz suficiente programada, para ver sin prismáticos la parte de vida que a ella le apetezca.
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