
Europa, cuna de la filosofía, la ilustración y las revoluciones, parece haberse convertido en un patio de colegio donde los alumnos viven aterrados por los rumores que susurran desde el otro lado del Atlántico Trump y desde nuestra frontera más cercana: Putin. ¿Qué nos dicen esos matones? Que sin su protección estamos condenados. Que sin su paraguas militar, sus dictados económicos y su vigilancia constante, Europa se desmoronaría como un castillo de naipes.
La realidad es que la época de la Guerra Fría quedó atrás. Durante décadas, vivimos en un equilibrio tenso, nos sometimos a la OTAN, abrimos el paraguas de una Unión Europea que pasó de 6 a 27 miembros, y en ese proceso, el telón de acero se desvaneció, Europa ha sido un espacio de paz, integración y progreso. ¿Entonces, por qué ahora nos venden la idea de que estamos al borde del colapso?
Trump va, Trump viene. Que a los yankis se les haya ido la olla no es culpa nuestra. Al paso que van, parece que busquen nombrar «jefe del imperio» al más zumbado del gallinero, y si se va el de hoy (y votan algún día otra vez) otro personaje similar ocupará su puesto. Pero lo que no puede hacer es cambiar nuestra esencia. Europa no es un estado vasallo, ni un apéndice de una superpotencia en decadencia. Es un continente con más de 400 millones de personas, una economía que rivaliza con cualquier otra y un potencial inmenso para la autosuficiencia.
Nos dicen que necesitamos gastar miles de millones en defensa, que hay que rearmarse hasta los dientes, que el peligro acecha en cada esquina. Pero, ¿y si usáramos esos mismos recursos para algo más inteligente? Con 800.000 millones de euros, podríamos transformar nuestras infraestructuras sanitarias, modernizar nuestro sistema energético, apostar por tecnología punta y garantizar una educación de calidad para todos. Porque la mejor arma, la única que garantiza una victoria duradera, es el conocimiento.
El miedo es el negocio de los mediocres, la moneda de cambio de quienes no tienen otra propuesta. Pero quizá sea hora de devolverles el golpe con inteligencia. Tal vez, de este ataque de histeria, pueda surgir algo positivo: una Europa más fuerte, consciente de su poder y con el coraje de decidir su propio destino.
Y lo haremos con una sonrisa, con la seguridad de quien prefiere mirar hacia adelante en lugar de atrincherarse en viejos temores. En un mundo de locos, la mayor revolución es mantener la cordura. La historia la escriben los valientes, aquellos que no sucumben al pánico sino que lo transforman en oportunidad. Ser diferente es un privilegio, un don que nos permite imaginar una Europa que no se somete, que no pide permiso, sino que se atreve a inventar un futuro sin las cadenas del miedo. Porque, al final, la verdadera fortaleza no está en los misiles, sino en la voluntad de crear algo mejor a través del pensamiento.
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