Viendo los Juegos olímpicos me ha dado por pensar en el cuarto clasificado. Ese al que ni alumbran los focos, ni le dan medallas, pero ¡coño! es, nada menos, que el cuarto mejor del mundo y se ha pasado cuatro años peleando, día a día, por un objetivo que, aunque mañana no salga en titulares, y no le cuelgue nada del cuello, ha cumplido.
En estos tiempos de terapias demasiado caras, es bueno buscar comparaciones objetivas. Yo lo hago a menudo para autoconvencerme de que mi vida no es tan mala, o que mis aspiraciones entran dentro de parámetros lógicos de la media (no de esa selecta élite de «medallistas hedonistas» crea traumas de Instagram).
Al fin y al cabo, en mi modesta opinión, no somos perros que hacen las cosas a la décimo sexta hostia, a cambio de una galleta. O igual, viendo la cantidad de operaciones de estética deformantes sí… aunque las trampas, ahí están, el sacrificio implica un resultado que no siempre llega, lo que no quita para que uno pueda aprender del proceso y se enorgullezca, incluso sin palmadita de rigor, de lo que ha conseguido.
Imagino que el problema real lo acaba teniendo quién sólo se conforma con el oro, porque son más los que nunca llegan a lo alto del podio, que el que sí lo consigue una vez cada cuatro años.
Extrapolado a mi vida, uno debe saber medir lo que es un triunfo y diferenciar entre lo que es una pequeña batalla y lo que es una competición, en realidad. Pero no sé porqué, igual es una forma de autoconsolarme, pero me identifico más con esa que llega cuarta, vaciada y con un pensamiento positivo de – hasta aquí he llegado – que con la que ha llegado primera, ha levantado sus brazos, ha hecho mil entrevistas, pero, aparte de repetir gesta, ya no tiene ningún margen de mejora, ni un motivo para seguir luchando.
Si te fijas, en el mal de ese defecto de no ser el mejor y tener ese margen para que tu vida sea un poco mejor, está la clave que nos permite, en parte, ser felices a mitad de camino entre la (auto)exigencia para lo que está por llegar y el orgullo de estar dónde estás.
Y eso es lo que hay que valorar, la realidad del sitio en el que estás y lo que te ha costado llegar a estar, justamente, aquí.
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