
Quienes llevamos años entrando por la puerta de la Biblioteca Azorín ya estamos acostumbrados a leer carteles. Carteles que anuncian reformas que no llegan, servicios que se suspenden “temporalmente” y promesas que se diluyen entre trámites administrativos. El último, pegado sin demasiadas explicaciones, es especialmente doloroso: la biblioteca cierra por las tardes hasta nuevo aviso.
A pesar del hilo de esperanza del anuncio de Urtasun en el Congreso y las supuestas reuniones, Desde ahora, el horario queda reducido a las mañanas, de lunes a viernes, de 9 a 14.30 horas. Un horario que, en la práctica, deja fuera a estudiantes, trabajadores y a buena parte de los lectores habituales. En plena época de exámenes y a las puertas de las vacaciones de Navidad, cuando muchos buscan un lugar tranquilo para estudiar o simplemente leer, la Azorín baja la persiana justo cuando más se la necesita.
El cierre vespertino no es un problema aislado, sino la consecuencia lógica de años de abandono. A la reforma prometida —anunciada, bloqueada, retomada y vuelta a bloquear— se suman ahora la suspensión de los clubes de lectura, la falta de novedades editoriales y el evidente deterioro de unas instalaciones que envejecen sin cuidados. La biblioteca no solo pierde horas de apertura: pierde vida.
Para muchos usuarios, la Azorín era algo más que una sala de estudio. Por las tardes, las mesas se llenaban de estudiantes preparando exámenes, de lectores fieles hojeando la prensa y de personas mayores que encontraban allí un espacio de calma y rutina. Hoy, todo eso desaparece sin fecha de retorno. “Hasta nuevo aviso” se ha convertido en una expresión demasiado familiar.
Mientras tanto, las administraciones siguen pasando la pelota de unas a otras. Que si la titularidad es estatal, que si la gestión es autonómica, que si el suelo es municipal. El resultado, para quien cruza la puerta cada semana, es siempre el mismo: nadie asume responsabilidades y el edificio sigue esperando una reforma que, según se repite, está lista desde 2017.
Las reuniones, los compromisos ministeriales y las declaraciones bienintencionadas suenan ya lejanas frente a la realidad cotidiana: menos horarios, menos libros, menos actividades. Y ahora, directamente, menos biblioteca. La Azorín continúa abierta, sí, pero cada día se parece menos a una biblioteca pública y más a un espacio en lenta retirada.
Para los usuarios, la pregunta ya no es cuándo llegará la reforma, sino cuántos servicios más se perderán por el camino antes de que alguien decida, de una vez, que una biblioteca no puede funcionar a medias ni vivir eternamente en el “mientras tanto”.



















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