
Nos han acostumbrado a la crisis. Nos la han servido en cada desayuno y en cada boletín horario. Nos la han envuelto en discursos y titulares, nos la han inyectado hasta que la hemos asumido como parte del paisaje. Y la hemos mimetizado, tragado, normalizado. Pero, ¿qué es realmente una crisis? ¿Dónde empieza y dónde termina? ¿Es un periodo concreto de incertidumbre o una cadena perpetua? Quizá sea hora de hacer el ejercicio que siempre nos hemos negamos a empezar: definir, diferenciar, poner nombre a cada cosa que sucede sin eufemismos ni dramatismos.
No es lo mismo una hecatombe que un bache, una pandemia que una mala racha o un cáncer que un catarro. Pero el lenguaje es un arma, y con él nos autoconfundimos. Nos venden como temporales situaciones que ya son estructurales, nos hacen creer que hay salidas donde solo hay laberintos contiguos. Por eso convendría detenerse, matizar, medir las posibilidades reales de cambio y preguntarnos: ¿tenemos los medios para salir de esto? Y más importante aún, ¿tenemos predisposición para hacerlo?
Una crisis no puede ser una constante. Y si lo es, deberíamos rebelarnos contra ella no integrarla en nuestra rutina. No puede ser la excusa con la que se justifica el estancamiento, ni la coartada de quienes administran el caos. Si todo es crisis, nada lo es. Y en ese todo difuso se nos va la capacidad de reacción, la fuerza de la exigencia, la claridad de la acción. Básicamente, porque no tenemos un objetivo concreto en el que centrar nuestra particular guerra.
Que no nos pierdan en búsquedas genéricas, ni nos vendan utopías que jamás se concretarán. Que nos dejen llamar las cosas por su nombre, sin disfraces ni maquillajes, sin adornos pesimistas ni promesas infladas. Y sobre todo, que la realidad sea definida con la concreción que dan los adjetivos correctos. Porque sólo así podremos aprender a colocar cada día en su calendario de acción concreto.
No todos los momentos pasarán a la historia con el mismo peso. No todos los sucesos marcarán nuestra memoria colectiva. Pero, seguramente, saber cuáles serán los días que realmente se inscriban en los anales del tiempo, nos ayude a relativizar el resto. Nos permita distinguir entre el ruido y lo esencial, entre el pánico y la conciencia y entre la resignación y la lucha. Y ahí, en ese ejercicio de lucidez, radicará la única, y verdadera, posibilidad de cambio.
Nos han querido hacer ver que es normal que existan crisis. Lo hemos mimetizado, nos lo hemos tragado…quizá convendría diferenciar una hecatombe, una pandemia, un fracaso o una crisis, departamentarlas, matizarlas, calcular la posibilidad de salir de ella que tenemos, de qué medios disponemos para hacerlo y si estamos dispuestos.
Que no sea ni una excusa, ni una constante.
Que no perdamos buscando una salida que no existe.
Que no nos engañen vendiéndonos utopías que no van a ser. Y que nos dejen definir con los adjetivos correctos la realidad que vivimos. Sin aderezos, ni depresivos.
A los anales de la historia no pasan igual todos los días. Ser conscientes de cuales van a estar ahí cuando contemos nuestra historia, es lo que relativiza el impacto de todo lo demás.
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