En Alicante hemos perfeccionado un talento singular: el de imaginar barrios como quien diseña un catálogo inmobiliario. Todo encaja… siempre que lo mires desde un dron y que solo te interese el precio del metro cuadrado. El PAU 5 es quizá el ejemplo más reciente de este urbanismo de plastilina: un barrio planificado como si la vida real —esa que incluye escuelas, centros de salud, equipamientos culturales, transporte público y, por qué no, árboles— fuese un inconveniente más que una necesidad.
Porque en Alicante seguimos construyendo ciudad sin preguntarnos qué hace falta para vivir en ella. Luego nos sorprende que la Playa de San Juan esté colapsada, que las comunicaciones sean insuficientes o que los vecinos reclamen lo obvio: espacios donde educarse, cuidarse, reunirse, aprender o simplemente respirar. A nadie parece ocurrírsele que las nuevas zonas urbanas podrían —ya que existen— prever el futuro, y reservar espacios para una EASDA digna, para un conservatorio, para un centro social o para un ambulatorio. Pero no: seguimos pensando los barrios únicamente desde el rendimiento económico, y así nos va.
Mientras tanto, Alicante acumula edificios vacíos o infrautilizados como si fueran cromos repetidos: La Británica, Harineras, el antiguo cuartel de la Guardia Civil… instalaciones que ya no sirven para sus funciones originales pero que tampoco se reconvierten en nada útil. Son oportunidades urbanas esperando a alguien que piense. El problema es que quien piensa, si es que piensa, parece hacerlo con el culo —permítanme la precisión técnica—. Y así, incluso el nuevo Plan General, tan traído y llevado, hace aguas por todas partes antes de haber tocado mar.
En medio de este despropósito estructural están quienes sufren sus consecuencias. La comunidad educativa de la EASDA lleva años clamando por algo tan básico como un edificio decente. Su protesta reciente —alimentada esta vez por una plaga de pulgas, porque la degradación también tiene humor negro— es solo la última entrega de un problema que supera ya los cuarenta años. «Esto no es un centro, es una ruina», gritan los estudiantes, y cuesta contradecirlos.
Resulta grotesco que una institución que forma a diseñadores, ilustradores, artistas y creadores esté atrapada en un inmueble que ni siquiera cumple mínimos de seguridad, salubridad o accesibilidad. Una escuela que enseña a pensar el futuro, obligada a sobrevivir en un edificio que pertenece al pasado y que nunca debió durar tanto.
Las administraciones, entre tanto, se pasan la pelota. El Ayuntamiento dice tener solares. La Generalitat tiene edificios. El Gobierno, quién sabe. Todos podrían hacer algo, pero nadie lo hace en el orden adecuado, ni con la urgencia que el caso merece. Y mientras se reúnen, se estudia, se evalúa, se redactan informes y se asegura que “se está trabajando”, los alumnos siguen estudiando rodeados de grietas, basura y techos que se caen. Eso sí: con certificado semanal de desinfección. Alicante puede fallar en planificación, pero en burocracia somos inmejorables.
La paradoja final es demoledora: hoy, incluso si se colocara la primera piedra, habría que esperar siete u ocho años para ver un edificio nuevo. Y eso siendo optimistas. Cuando llegue, muchos de los estudiantes que protestan hoy estarán ya trabajando, quizá incluso diseñando una ciudad que cuide mejor de su gente que la nuestra.
Lo que nos deja frente a una pregunta muy sencilla: ¿Alicante quiere crecer o simplemente quiere construir?
Porque crecer es pensar la ciudad como un proyecto colectivo. Construir, en cambio, es solo levantar edificios. Y en eso, desde luego, somos expertos. Pero ya va siendo hora de que el urbanismo de Alicante deje de parecer un tablero de Monopoly —con barrios nuevos sin alma y edificios viejos sin uso— y empiece a pensarse como lo que es: el lugar donde vivimos, estudiamos, creamos y soñamos.
Y donde, por cierto, no debería haber pulgas.
















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