
Hacía años que no entraba al «perímetro VIP» de Les Fogueres, y volver a él fue como cruzar una frontera invisible hacia otro mundo. Un espacio en el que no se suda igual, donde la pólvora se te clava como a lo que hay debajo del cajón de atrezzo, y donde vas viendo las diferentes versiones de lo alicantino, mientras un DJ mezcla en una misma sesión a «la manta al coll», Queen, Los Rodríguez y Arde Bogotá.
El aire corre más ligero en el Racó 5 Estrellas de Mahou. Todo es menos sofocante, menos clásico y ¿por qué no decirlo? más alternativo. Lejos de la multitud que se apretuja en las calles y plazas colindantes, tienes tiempo para fijarte en detalles diferentes del rato previo a que el señor pirotecnic la lie a las 14.00h.
Por allí ronda el jurado armado con apuntes y comparativas metidas en una carpeta, políticos cambiando de micrófonos de radio y dándose baños de multitudes con Luceros de fondo y gente que se toma todo esto como un ritual exclusivo que entiendo que su memoria une con ancestros que ya no están, o farras que es difícil vivir de la misma manera… aunque se intente.
Entre medias, las belleas se pasean con sus trajes tradicionales. Mientras yo apuro mi IPA y un trozo de Coca Amb Tonyna, imaginando a Dominnico o a Eduardo Navarrete reinventando, algún día, los encajes, los bordados dorados y las faldas abombadas que les hacen sudar la gota gorda.
Lo bueno es que sonríen, como todos los presentes, porque estamos de fiesta, y de fiesta da igual que el TRAM vaya petado, que te empujen o todo lo que aguantamos por estar ahí disfrutando de lo nuestro.
La farándula post-punk, también baila pasodobles y visten looks a juegos con los típicos sombreritos de paja de Anís Tenis, entendidos como parte de la historia, como el soparet y les bacores que me metí entre pecho y espalda para almorzar.
Hay cosas que si no las vives con gente de aquí, no las puedes juzgar bien. Más allá de la foto, de las aglomeraciones, del ruido, del debate sobre el dónde tendrían que hacerse las mascletás, hay una cosa que tienen les fogueres, que no siempre es visible el resto del año: la idiosincrasia, el orgullo de muchos, o un trabajo de barrio, de racó y de vida, que, al menos para ésto, la gente hace (y siente) de manera colectiva.
Todo, incluso lo que menos te gusta, tiene un lado bonito. Y ahí, entre políticos haciéndose fotos, los policías, los bomberos, los sanitarios y el personal de limpieza, la fiesta tiene un sabor menos rancio y un color más acorde con lo que caracteriza esta ciudad cuando la luz ilumina el lugar adecuado.
Ahí estaba, bajo el humo de las explosiones. Entre abanicos y ventiladores. La luz. El patrimonio. Lo bueno que me cuentan los que añoran lo que fue, los que critican las masificaciones, los que echan de menos más programación cultural, o los que echan de más las vallas que cortan las calles y la convivencia.
A veces, para comprender realmente una tradición, hay que vivirla desde dentro, incluso en medio de todo el caos y el glamour. De la falta de civismo de algunos. Está ese instante en el que por un momento se ponen en color las fotos de otras épocas que me han enseñado tantas veces.
En este intervalo que separa la plantá de la banyà está la historia de esta fiesta de petardos y petardas. Incluso cuando todo ha ardido y tienes más espacio y tiempo para ver más allá, debe seguir ahí. Y a veces, viene bien buscarla, porque es en la búsqueda dónde encuentras tus propios recuerdos. Esos que hacen que la historia del mañana, tenga un sentido. Una esencia.

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