
La reciente condena al catedrático de la Universidad de Alicante, Juan Antonio Ríos Carratalá, es un ataque frontal a la libertad de expresión y de cátedra. Esta decisión judicial, que obliga a Ríos Carratalá a rectificar términos empleados en sus investigaciones sobre el secretario judicial que participó en el proceso contra Miguel Hernández, nos retrotrae a tiempos oscuros donde la verdad histórica se moldeaba al gusto de los poderosos.
El fallo, dictado por el Juzgado de Primera Instancia número 5 de Cádiz, obliga al académico a eliminar ciertas expresiones sobre Antonio Luis Baena Tocón y a indemnizar con 10.000 euros a su hijo por un supuesto daño al honor de su padre. Todo esto, en el contexto de un trabajo de investigación sobre el franquismo, una etapa que sigue generando controversia porque algunos se empeñan en blanquearla.
El derecho al honor es legítimo, pero ¿hasta qué punto debe prevalecer sobre la necesidad de contar la historia tal y como fue? La democracia no se construye sobre silencios impuestos ni sobre el miedo a narrar los hechos con la crudeza que merecen. Ríos Carratalá ha dedicado su trayectoria a investigar la represión franquista y los procesos judiciales viciados de la dictadura, entre ellos, el que condenó a muerte a Miguel Hernández.
La censura académica que esta sentencia podría suponer sienta un precedente peligroso: si un investigador debe medir cada palabra para no incomodar a descendientes de figuras relacionadas con la dictadura, ¿dónde queda el compromiso con la verdad histórica? La historia debe contarse con rigor, sin maquillaje y sin temor a represalias legales por incomodar a quienes desearían que ciertos episodios quedaran enterrados en el olvido.
Además, resulta preocupante que esta resolución judicial vaya en contra de sentencias previas que avalaban la labor del catedrático. Tanto el Tribunal Superior de Justicia de la Comunitat Valenciana como la Audiencia Nacional rechazaron intentos anteriores de censura, defendiendo la libertad de investigación. Sin embargo, ahora nos encontramos con un revés que deja en evidencia las tensiones entre el derecho a la memoria histórica y la susceptibilidad de quienes prefieren mirar hacia otro lado.
Ríos Carratalá ha anunciado en la Cadena Ser que recurrirá la sentencia, y es lo mínimo que puede hacer en defensa no solo de su propio trabajo, sino de todos los historiadores y académicos que luchan por sacar a la luz las verdades incómodas. Si permitimos que la justicia limite el lenguaje de los investigadores, abrimos la puerta a una reescritura interesada de la historia, donde los verdugos se confunden con víctimas y los responsables de la represión son exonerados de cualquier crítica.
La libertad de cátedra y de expresión son pilares de cualquier sociedad democrática. Sin ellas, la investigación histórica se convierte en un campo minado donde cada hallazgo puede ser cuestionado no por su veracidad, sino por su potencial para incomodar a determinados sectores. La historia de Miguel Hernández y de tantos otros represaliados merece ser contada con rigor y sin mordazas. No podemos permitir que el miedo al honor de los herederos del franquismo condicione la verdad. La memoria histórica es un derecho, y defenderla es un deber.
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