Ojeando el dominical, entre noticias sobre inteligencia artificial, buscadores que priorizan las respuestas de los chatbots y titulares que alertan del impacto emocional del uso del móvil, me vino a la cabeza Miguel Ángel Rodríguez y su particular visión de la verdad. Tal vez porque, en el fondo, vivimos un momento en que cada uno construye su propia versión de ella, pero ahora amplificada, digitalizada y filtrada por algoritmos.
La sociología y la política —por desgracia— no funcionan como las matemáticas. No hay certezas absolutas, y nuestras interpretaciones dependen de lo que somos, de cómo nos han educado, de lo que hemos vivido y de lo que consumimos. Lo inquietante es que hoy esos filtros personales están mediatizados por otros mucho más poderosos: las plataformas tecnológicas, los motores de búsqueda y las inteligencias artificiales que seleccionan lo que “debemos saber”.
Si la cultura se reduce a una sola respuesta, habremos fracasado. Porque el conocimiento no es una línea recta, sino un entramado de preguntas, dudas y contradicciones. Las ciencias sociales nos enseñan precisamente eso: a mirar el contexto, a interpretar y a desconfiar de las verdades únicas.
La sociedad necesita, urgentemente, un curso acelerado de interpretación. De pensamiento crítico. De comprensión lectora y emocional. No podemos delegar en una máquina la tarea de decidir qué es verdad. Las redes sociales y la inteligencia artificial son herramientas útiles, sí, pero no oráculos. Y si no aprendemos a usarlas con distancia, terminaremos creyendo que la verdad cabe en una sola respuesta.
Para innovar hay que fracasar. Y para pensar libremente, hay que asumir la incomodidad de la duda. Solo así podremos resistir el riesgo de vivir en un mundo programado para darnos siempre la razón.
















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