La verdad ya no es lo que era. Antes tenía prestigio, cierto lustre, incluso un poco de épica: decir la verdad podía costarte el trabajo, una amistad o una guerra. Hoy, en cambio, parece un deporte extremo. No tanto por decirla, sino por lo mucho que hay que entrenarse para no hacerlo.
Carlos Mazón lo ha demostrado con una maestría casi renacentista. Diez versiones de lo ocurrido el 29 de octubre —¡diez!— para contar algo tan aparentemente simple como qué hacía aquel día. Sabemos que estuvo en El Ventorro, pero lo que no sabemos es qué demonios pasó allí para que prefiera construir una mitología propia antes que admitirlo. Uno imagina que debió de ser algo monumental, porque, ¿qué clase de verdad obliga a un político a preferir diez mentiras?
Esta mañana, escuchando a Baldoví en la radio, con esa finura suya de sugerir si Mazón se había duchado o no, y a los Especialistas Secundarios ironizando sobre dónde había dejado la guitarra, uno entiende que el episodio ha alcanzado ya categoría de sainete. Hoy mismo, comiendo con un guionista, hemos terminado montando un corto mental, de esos que ojalá produjera Filmin: “Las diez versiones de Mazón”, una distopía mediterránea en la que el protagonista, para evitar una verdad, genera una cadena de ficciones cada vez más absurdas.
Versión 1: Tuvo un mal día.
Versión 2: Necesitaba desconectar.
Versión 3: La conversación con la señora Planas se puso interesante.
Versión 4: Era un visionario que, viendo el futuro, pensó que controlando la televisión podría poner una corrida de toros del 97 y distraer a toda la Comunidad Valenciana.
Versión 5: Se desahogaba tras aguantar a los pelmas de Vox.
Versión 6: Tenía una crisis ética al recordar que está en un partido donde apoyar el aborto o la eutanasia suena a pecado mortal.
Versión 7: El Ventorro no era un bar, sino una metáfora.
Versión 8: No era Mazón, era su doble.
Versión 9: Estaba ensayando para un papel en un biopic de Rita Barberá.
Versión 10: Todo fue un sueño (como en Los Serrano).
Y así, entre carcajada y carcajada, acabas dándote cuenta de que Mazón solo ha hecho lo que todos hacemos a otra escala: mentir en cadena para evitar una verdad incómoda. En su caso, es política; en el nuestro, es supervivencia emocional o laboral. Pero la lógica es la misma: cuanto más miedo nos da la verdad, más versiones construimos.
Lo fascinante no es que Mazón mintiera —eso ya sería casi rutinario—, sino la desproporción del esfuerzo. Si alguien dedica tanta energía a negar algo tan aparentemente banal, solo puede significar dos cosas: o lo que esconde es muy feo, o se ha convertido en un personaje de su propio guion.
Y en el fondo, quizá ahí esté la metáfora más brutal del mundo en el que vivimos: preferimos fabricar diez mentiras antes que enfrentarnos a una sola verdad. Y si la mentira se sostiene, ya ni siquiera hace falta la verdad. Basta con repetir la versión que más convenga.
Así que, auque en ambos casos, debería dimitir, por una vez, demos las gracias al presidente Mazón. Sin saberlo, nos ha regalado una lección filosófica: la verdad no se extingue por falta de pruebas, sino por exceso de versiones.















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