
Mario Vargas Llosa ha muerto. Y con él se apaga una de las voces más potentes, brillantes y contradictorias de la literatura hispanoamericana y universal. Premio Nobel de Literatura, autor de una obra monumental que supo retratar con pulso feroz y lúcido los dilemas del poder, el deseo, la libertad y la miseria humana, Vargas Llosa fue también un personaje público tan admirado como discutido, tan lúcido en la narrativa como polémico en la tribuna.
El escritor total
Desde la selva peruana de La ciudad y los perros hasta los juegos metaliterarios de La tía Julia y el escribidor, Vargas Llosa tejió una bibliografía que forma parte indispensable del canon en español. Con Conversación en La Catedral —posiblemente su obra maestra—, formuló la gran pregunta de su país y de su tiempo: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. En La guerra del fin del mundo se sumergió en la historia para analizar los fanatismos, y en El sueño del celta o La fiesta del Chivo, abordó con valentía la oscuridad de las dictaduras y los abusos del colonialismo.
Su estilo, depurado y poderoso, bebía tanto del realismo de Flaubert como del experimentalismo moderno. Vargas Llosa era, por encima de todo, un artesano de la prosa, convencido de que la ficción puede decir verdades que la historia no alcanza.
El intelectual incómodo
Políticamente, fue una figura incómoda, a menudo contradictoria. Pasó de coquetear con la izquierda en su juventud a convertirse en adalid del liberalismo clásico, defensor del libre mercado y crítico feroz de los populismos. No pocos le afearon su viraje ideológico, su cercanía a la derecha española, su defensa de políticas impopulares. Pero incluso sus más acérrimos detractores reconocían la coherencia interna de su pensamiento, y la honestidad —a veces brutal— con la que defendía sus ideas.
En 1990 se postuló a la presidencia del Perú, enfrentándose al outsider Alberto Fujimori. Perdió las elecciones, pero ganó un lugar definitivo como conciencia crítica de su país. Su desdén por las medias tintas le convirtió en un polemista temido y respetado. En su caso, no se podía separar al autor del ciudadano.
Una vida con novela propia
Su biografía fue, también, pura narrativa. Desde su nacimiento en Arequipa hasta su ingreso en la Academia Francesa —primer escritor en lengua española en lograrlo—, Vargas Llosa vivió como si escribiera: con intensidad. Su amistad y posterior enemistad con Gabriel García Márquez, sellada con un célebre puñetazo en el ojo del colombiano, ha alimentado mil páginas de leyenda. Nunca explicó del todo aquel episodio, y eso, por supuesto, lo hizo aún más literario.
Un testigo del mundo que cambia
En un momento en que los españoles no dejan de expresar su pesimismo por el empleo y la vivienda, aunque no cambien ni un ápice sus hábitos de consumo, la voz de Vargas Llosa —escéptica, crítica, comprometida con el individuo por encima de las masas— se vuelve aún más necesaria. Fue un cronista lúcido de nuestro tiempo, y también de sus grandes contradicciones.
Con su muerte, desaparece uno de los últimos gigantes del boom latinoamericano, pero queda su legado: una obra inmensa que seguirá desafiando, deslumbrando y enseñando. Como buen novelista, Mario Vargas Llosa no buscó agradar, sino incomodar. Y ese es, quizás, el mayor elogio que se le puede hacer.
Descanse en paz, maestro.
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