Por Jon López.
Es curioso como mientras más cerca estás del artista, más perspectivas diferentes surgen. La óptica sugestionada por las vivencias pasadas regala matices extraordinarios, sobre todo si el protagonista se llama Robe Iniesta y en la visión panorámica mezclas contextos, con recuerdos y cauces de vida distintos, que se juntan en un mismo momento compartido con más de 8000 almas errantes, en el Área 12 de Alicante.
Yo soy fan de Robe, por Extremoduro. Pero entre los presentes eran muchos los que habían recorrido el camino inverso al mío. Mi vínculo con él, o con su música más bien, viene de lejos, de una época más analógica de mis veranos en Extremadura. Por que yo soy un hijo de inmigrantes castúos de aquella época en el que el trabajo estaba a mil kilómetros de las eras y la depresión del año, se mitigaba en la versión años 90 de eso que ahora se llama turismo de masas.
Eran tiempo de jamones sin denominación de origen, bellotas, piscinas que sólo abrían para los forasteros, cardos borriqueros y veladas con orquestas. La tierra de conquistadores no era un motivo de orgullo, precisamente, pero como en toda zona deprimida, la huida a través del arte, de la poesía, o de la música tenía un significado, y un significante especial.
Yo era un crío despistado y curioso, con un amigo de la infancia que vivía en Zalamea de la Serena, que aparte del supuesto enclave de una obra de Calderón, es el pueblo de mi padre, y está a 3 kilómetros del que vio nacer a mi madre. El contraste era curioso, porque en la transformación de Koreano-Manchurriano a forastero, había relaciones que no entendían de edades, ni de los estatus del resto del año.
Allí, jugando en una plaza, mi primo Carlos aprovechó el viaje para ver a unos garrulos que se hacían llamar Extremoduro. A los niños de la época, nos despertaban sentimientos dispares los melenudos despóticos, que mis padres tildaban de drogadictos. La visión más pura de un niño, siempre va más allá del contexto, la melancolía imperante o los porqués. Pero ahí estaba el tipo del «Rock Transgresivo». El poeta que hacía letras que yo no entendía, y música que recorría mis venas de una manera muy diferente a Duncan Dhu, Mecano, Los Inhumanos, La Guardia y todas esas cosas que acaparaban las portadas de los programas de música de la época.
Me recuerdo fuera, escuchando un sonido de cacharro viejo mientras mi amigo Gaizka se enchufaba la media botella que había robado del bar de su padre.
Con esas edades no eres consciente de nada. Pero esas cosas despiertan en ti una sensibilidad que, quien no lo vive, nunca llega a tener. Y ahí dejé mi particular descripción que mejoraba el blanco y negro de los recuerdos de las fotos descatalogadas de esas infancias de post-guerra entre adoquines, que tan bien define Chinato, o matizaba mi abuela o mi difunta tía Miguela.
Con los años, yo tuve mi propia región desanimada. Y vi la reinvención del orgullo que nunca tuvieron los extremeños que huyeron. Pero siempre me ha venido genial entender, de aquello: que cada uno encuentra la felicidad donde puede. Y que estar está, aunque no siempre se den las condiciones para disfrutarla, o nos empeñemos en lisergizarla para darle «otro toque».
Luego mi primo se vino a trabajar a mi pueblo y trajo consigo unos cuantos casettes de aquel grupo, que mi inconsciencia ligaba a los veranos felices de mi infancia, pero que tras una adolescencia grunge, negra y triste, asociaba, también, a la parte poética de unas letras, que salvo las de Silvio Rodríguez, no tenían parangón en mi colección de grabaciones en castellano.
Extremoduro acumulaba discos, pero yo me mantenía encerrado en aquella letra de «La Hoguera» que siempre quise imitar o en esa parte pura de la crítica que no se encuentra en el buenismo masificado del ahora, y que yo le debo a la suerte de haber dado con aquello, en el momento preciso.
Hoy vivo otros. Pero he querido empezar con este relato, porque entre las 8000 personas que fueron a ver el sábado a Robe, había unos 500 menores de edad rellenando permisos, en una garita, antes del concierto, con sus padres. Con la importancia que eso tiene en estos tiempos en los que un móvil te influye más que tu madre, o que estás expuesto a mierdas mucho peores de las que mis padres llamaban droga entonces.
Tres horas y pico dan mucho de si. Y tuve la suerte de empezar la noche llevando a los fotógrafos acreditados al foso, de la mano de un simpático gaditano del equipo de la gira, que hacía honor a la suerte de trabajar con el genio.
De la previa, ya venía impactado de que su banda actual esté plagada de una mayoría de músicos que, de una manera u otra, están relacionados con Extremadura. La timidez no es una careta, si estás en la primera fila, puedes olerla. Sentir la fuerza de la guitarra usada como un puto escudo, con ese pantalón cagado que lo caracteriza y esa rabia que suelta cada vez que se acerca al micrófono.
En un mundo en el que impera el postureo, se agradece esa pureza, ese miedo contenido hecho esfinge divina (con el riesgo al rechazo que eso implica). Los fotógrafos tuvieron dos canciones para hacer su trabajo, mientras sonaban «adiós cielo azul, llegó la tormenta» y «guerrero» y yo trataba de definir cómo es eso de mantener el arrobamiento trabajando con el admirado en cuestión.
Al salir del encorsetamiento periodístico, mis neuronas iban a esa velocidad que solo alcanzan cuando algo las está perturbando. Entré corriendo y me senté en el césped a tomarme una cerveza observando desde lejos la panorámica de camisetas negras al son de los temas nuevos de «se nos lleva el aire». Ahí el noventa y poco emergió como comparativa, y también esa evolución que iba acumulando fieles que llenaban los conciertos en los que nos reencontrábamos cada poco tiempo.
Debo reconocer que me encanta esa ruptura de lo que ahora toca con lo que, entonces, le encumbró. Dice mucho de su madurez, y del contacto con la realidad del Robe entrado en la sesentena. Todos mantenemos nuestros defectos, pero no nos define lo que fuimos, sino en qué convertimos eso ahora.
El interludio en soledad me permitió acercarme a esos niños, a sus padres, a gente que tenía entradas para muchos otros conciertos de la gira, a alguno que había estado en su casa recolectando hierbas de un huerto, a un jamonero que, como yo, idealiza sus propios momentos.
A la gente se le olvida, que aparte de arte, la música es un sentimiento que interrelacionamos con diferentes estrofas de nuestras vidas. La «dulce introducción al caos» llevó mi mente a uno de los mejores conciertos que he visto en mi vida, en Irún (Gipuzkoa) o a aquellos viajes en el viejo Seat Ibiza de Evelio buscando vinos y saraos bien musicados.
Tras el descanso. Me acerqué para vivir la experiencia más intensamente. Estaba casi en el mismo sitio del principio, al otro lado de una valla en la que dos chavales enfervorecidos le hacían los coros a Robe en la distancia.
La influencia es eso. Clavarte en la memoria de alguien hasta que tenga seso suficiente para que lo ininteligible te haga temblar, o viaje por el interior de tus propias experiencias. No siempre hay que entender las cosas a la primera y, justamente por eso, es tan negativo ceder nuestro valor más insondable (el tiempo) a la estupidez de no hacer nada (productivo).
Es libre bailarlo, absorber la energía del ambiente, grabarlo… cada uno lo siente como le apetece. Porque de cualquier manera sienta bien abrazar la música y la estela que lleva atada cuando suena.
Para filosofar como Robe, en estos tiempos modernos, hace falta mucho bagaje. Verlo con la rabia aparcada, en pose agradecida, con la guitarra tocando la parte alta de su harmonía, fue inevitable aplaudir. Al fin y al cabo, si estabas ahí, es porque, como yo, necesitabas esa dosis de nostalgia, esa magia que no tiene precio y esa energía diferente que sólo fluye ahí. Entre sudores, admiraciones, abrazos para después y alimento para el alma ensanchada que no encuentran, los que han dejado de sentir y escuchar la música, las letras y todo lo que las rodea.
Ahí las perspectivas cambian, pero coinciden en el buen sabor que esas noches dejan. Tan bueno, que se alarga hasta el siguiente reencuentro.
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