
Hace diez años, Netflix desembarcaba en España y, con ello, comenzó una transformación radical en la forma de consumir contenido audiovisual. Su llegada marcó un antes y un después en los hábitos de miles de hogares, impulsando el modelo de suscripción bajo demanda y consolidándose, con el tiempo, como el líder absoluto del mercado de streaming en nuestro país.
Hoy, seis de cada diez hogares españoles están suscritos a al menos una plataforma, y uno de cada tres a varias. En este nuevo ecosistema, Netflix se mantiene como la opción preferida, acaparando el 40% de la cuota de mercado, muy por delante de competidores como Prime Video o Movistar+. Esta hegemonía no solo ha reconfigurado la industria televisiva; ha redibujado la manera en que se planifican las noches familiares, se comenta la actualidad cultural y se consumen narrativas globales desde el sofá.
Sin embargo, mientras España se ha convertido en un mercado maduro para las plataformas, su peso dentro del negocio global de Netflix es modesto: apenas el 3% de sus usuarios y menos del 2% de su facturación total. Aun así, el impacto cultural es innegable. Producciones como La casa de papel o Élite han trascendido fronteras y consolidado a España como uno de los grandes polos de creación audiovisual del gigante estadounidense.
Por supuesto, no todo ha sido una historia sin fisuras. Durante años, Netflix minimizó su contribución fiscal en nuestro país, derivando ingresos a filiales en Países Bajos. Aunque esta práctica fue legal, generó críticas por su escasa aportación a la economía española. La situación comenzó a corregirse a partir de 2019 y se estabilizó en 2021, con cifras más proporcionales: en 2023, por ejemplo, la plataforma facturó 690 millones de euros en España y pagó 3,5 millones en impuestos sobre beneficios.
A pesar de todo este éxito, la televisión bajo demanda no debe hacernos olvidar la experiencia única que ofrece el cine. La inmediatez del streaming no puede replicar la magia de una sala a oscuras, la pantalla gigante, el sonido envolvente ni, sobre todo, el ritual compartido. Netflix ha cambiado el juego y democratizado el acceso a historias globales, sí, pero también nos ha vuelto más domésticos y, en cierto modo, más solitarios en nuestro consumo cultural.
Diez años después, mientras celebramos esta revolución digital, no deberíamos dejar de mirar a la gran pantalla. El cine sigue siendo irremplazable.
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