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Voto de silencio: guía práctica para la resistencia pasivo-agresiva

17 de junio de 2025 por Jon López Dávila Deja un comentario

Últimamente me ronda la cabeza la idea de adoptar las costumbres de los monjes cartujos. No por fe, ni por devoción, sino por una necesidad urgente de callar. No orar, no rezar, no predicar. Solo observar. Contemplar. Pensar sin narrarlo públicamente. Porque hablar, en estos tiempos, se ha vuelto no solo una obligación, sino un riesgo.

Quiero pensar para mí —no en voz alta, ni en bucle, ni en directo— sobre el carácter hiriente que ha adoptado la palabra. Sobre cómo, en esta sociedad adicta al doble sentido, se han extirpado del vocabulario común cosas tan saludables como la crudeza, la realidad, la ironía o el sarcasmo. Todo es o literal o sospechoso. Todo se toma o muy en serio o como ataque personal. Y yo, francamente, no tengo energía para perder el tiempo matizando cada frase por si alguien, en algún lugar del algoritmo, decide sentirse herido.

Hace tiempo me sinceré conmigo mismo y reconocí que no me he adaptado a las nuevas formas de comunicación. Supongo que mi umbral del dolor emocional —esa “pena” que nos piden sentir por sistema— es incompatible con la constante exigencia de empatía performativa. No puedo sentirme culpable por no estar de acuerdo. No creo que disentir sea una falta de compasión. Una cosa es la empatía, y otra muy distinta, la culpabilidad. Y aquí todo tiende a confundirse.

Sobra opinión y falta reflexión. Lo valioso se ahoga en el ruido. Lo relevante se pierde en la avalancha de contenidos que caducan antes de ser entendidos. Y así, recurrimos una y otra vez a las citas de otros siglos, porque resulta imposible rescatar una frase lúcida de este. Callar, lo sé, implica el riesgo de dejar hueco a la mediocridad rampante. Pero también puede ser la única manera de que los propios pensamientos tomen forma antes de convertirse en mercancía.

No es una rabieta. No es un portazo zen. No es una huelga. Es higiene. Una forma de desintoxicación. Una dieta rigurosa que empieza por cerrar la boca, sigue por cerrar X y culmina con el cierre de expresión facial: ese leve alzamiento de cejas que nos traiciona cuando escuchamos sin hablar.

Creo que el voto de silencio se ha vuelto una forma de disidencia elegante. En un entorno donde el comentario es obligatorio y el matiz, delito, decidir no hablar es casi una forma de desnudez. Y en esa gala de disfraces que es la conversación pública, callar es el único acto de autenticidad.

Las palabras han dejado de servir para entendernos. Ahora se usan para posicionarnos, exhibirnos, empacarnos con un lazo y ofrecernos al mercado del yo. La palabra se ha vaciado de sentido y se ha llenado de marca. El verbo ya no se hizo carne: se hizo contenido. Hablar se ha vuelto una cuestión de branding. Y por eso, callar es, en muchos casos, el último reducto del alma no monetizable.

Qué paradójico —y qué hermoso, en cierto modo— tener que recurrir a una práctica medieval para sobrevivir a la modernidad líquida. En la Edad Media, el silencio era obediencia. Hoy, es subversión. Mientras el mundo debate con la misma vehemencia el último genocidio que el sabor más infravalorado de helado, uno puede, al menos, decidir salirse del tiovivo.

Lo que más incomoda del que calla es que no entra en el juego. No concede, no combate, no se justifica. Es un jugador que ha abandonado el tablero sin avisar. Y, aunque nadie va a echarnos de menos, eso, en esta época de hipervelocidad y sobreexposición, se interpreta como una falta de respeto. Como una agresión. Y quizá lo sea. Pero bienvenida sea toda agresión que no hiere, y que evita que nos sigamos hiriendo a nosotros mismos.

No, no me haré cartujo. No tengo vocación. La lana me da alergia y el ayuno – aunque me sentaría bien – me pone de mal humor. Pero estoy dispuesto a practicar su silencio como forma de resistencia. Una huelga interior. Un dejar de hablar no porque no me guste hacerlo, sino porque me estoy empezando a hartar de lo que escucho a cambio.

Haré excepciones, claro. Romperé el voto si alguien me pregunta sin condescendencia cómo estoy. O si me ofrecen un vino decente y una conversación sin micrófonos. Pero para todo lo demás, seguiré la receta antigua: mirar, pensar… y callar.

Aunque solo sea para no contribuir a esta imperante contaminación acústica del pensamiento.

Publicado en: diario de un soñador incomprendido, Estilo de vida, opinión, repetibles, REVISTA, SOCIAL, WORLD




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