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Los puteros, lo que fuimos y lo que no nos podemos permitir ser.

18 de junio de 2025 por Jon López Dávila Deja un comentario

Creí, honestamente, que ya no tendría que justificarme por haber nacido hombre. Que reestructurarme desde dentro, revisar cada uno de mis privilegios, renunciar a los automatismos heredados y cuestionar lo aprendido sería suficiente. Pero me equivoqué. El machismo estructural, ese que se camufla de normalidad, sigue operando en los márgenes —y también en el centro— de nuestra sociedad. Y aunque procuro no habitar ciertos mundos, la realidad me recuerda constantemente que existen, que no han desaparecido. Que siguen ahí.

He asumido el feminismo como una lucha propia. No por apropiarme de una bandera que no me corresponde, sino porque la igualdad no es un asunto exclusivo de mujeres: es una cuestión de justicia social. Desde ahí escribo. Desde dos premisas que intento no traicionar: no generalizar y respetar las posturas diversas dentro del movimiento.

Pero la actualidad política, tan plagada de miserias éticas, nos lanza bombas de humo cada semana. En la tertulia de siempre, donde la memoria es frágil y las hemerotecas se usan como garrotes, los audios de Santos Cerdán y Ábalos nos devuelven a una época que creíamos superada. Una España en blanco y negro donde el cinismo pesa más que la convicción, y donde las mujeres vuelven a ser moneda de cambio en los juegos de poder de los hombres.

Me pregunto: ¿qué relación hay entre la corrupción económica y la corruptela ética ? La respuesta, por incómoda que sea, está en los hechos. Mientras unos se reparten sobres, otros construyen imaginarios de mujeres obedientes, feministas domesticadas, que sepan hasta dónde se puede llegar —y hasta dónde no. La raya, según Aitor Esteban, ya está marcada. Y todo lo que Irene Montero y tantas otras tuvieron los ovarios de traspasar, ahora se pinta como exceso, radicalismo o error estratégico.

Pero no. El error es otro. El error es pensar que los derechos conquistados son permanentes. Que el trabajo está hecho. Que el feminismo necesita moderación, como si los cuerpos golpeados, los sueldos inferiores o los techos de cristal hubieran desaparecido. Como si VOX no estuviera sembrando en los institutos una idea de masculinidad violenta, reactiva, llena de resentimiento. Como si esos «viejos encorbatados», tan alejados de la realidad, pudieran legislar sobre cuerpos, vidas y derechos que no comprenden ni respetan.

Las leyes, sí, siempre tienen matices. Pero los derechos no se negocian. No son un tema de imagen ni de cálculo electoral. Son un piso mínimo. Un punto de partida. Y no hay progreso sin una ética feminista que atraviese todos los espacios de poder, también los partidos que se dicen de izquierdas.

Como hombre, como ciudadano, como persona que ha tenido que desaprender mucho para simplemente mirar distinto, me incomoda ver cómo el feminismo sigue siendo un tema de debate, no de consenso. Me incomoda, pero no me detiene. Porque aunque no me toca ocupar el centro, sé que mi lugar es estar. Escuchando. Aprendiendo. Y, cuando hace falta, escribiendo.

Publicado en: en portada, España, feminismo, opinión, REVISTA




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