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Un sábado divergente en Hogueras

22 de junio de 2025 por Jon López Dávila Deja un comentario

Hay quien vive las Hogueras como un credo. Otros, como una condena. En mi entorno, cada vez más, la mayoría tiene niños o directamente huye. Pero si algo tiene muchos matices para el que se emociona con cada mascletà, el que se emborracha en su racó, el que se monta una ruta de ninots como si fuera la Bienal de Venecia, y también el que prefiere quedarse en casa, harto del ruido, con razones de peso.

Yo no tengo raíces aquí, ni una tradición heredada. Mi vínculo con las Hogueras lo he construido durante los últimos seis años, intentando que mi hija entienda y viva lo que es su ciudad a finales de junio. Pero este año, ella no está. Y con esa ausencia, me he permitido buscar otra forma de estar: observar. Rebuscar. Escarbar en lo poco (pero valioso) que hay más haya del ruido. Porque si hay cultura, está en sitios muy concretos. Y hay que ir a por ella.

Entre las Fogueres Populars i Combatives, el Jaleo, el Jendrix, El Impulso o la sede del PCE, encontré un itinerario improvisado. Como si siguiera un mapa alternativo que sólo aparece si lo miras con otros ojos. Y ahí, descubrí que la música sirve de hogar para quienes no tenemos una Hoguera propia. Para los que después de la mascletà nos quedamos preguntando: ¿y ahora qué?


El ritual del sábado

Todo sábado de Hogueras empieza igual: sombrero hortera, lata de cerveza bien fría, crema solar, y una peregrinación hacia Luceros. Terremoto arriba, estruendo abajo, pitidos en los oídos y un grito colectivo que dice: “Som fills del poble!”, aunque a más de uno le moleste, al parecer que se grite en valencià.

Después viene el clásico momento de incertidumbre: ¿y ahora qué hacemos? La respuesta: buscar sombra, hidratarse como se pueda, y lanzarse a la aventura de encontrar un sitio donde comer sin reserva. A veces lo consigues. Otras, acabas pagando más por un montadito que por un concierto.

Pero hoy hay plan alternativo: vermú en El Impulso, donde el arte cuelga de las paredes y las conversaciones tienen sentido. El racó insondable se llenó de aire fresco, música en directo, una versión más «de izquierdas» de la Diva de Melody… y es que allí, aunque estemos a 30 grados, y allá que menear abanicos con fuerza, ser divergente no es una pose, es un acto de resistencia.

La segunda parada del bus sin escalas, nos llevó al Jendrix, ese oasis de madera donde el reggaetón imperante dentro de las vallas, cede el paso al hard rock, a Chuck Berry, a Zeppelin. Petardos que se convierten en riffs, cuerpos que se mueven, y gente que suda entre abanicos y cervezas, o cubatas.

Los Ruinas son un clásico del PFDF. Un ciclo que ameniza 4 tardes en fiestas. Se agradece, aunque hoy toquen covers, esta mirada alternativa del asunto.


Un paréntesis rojo

Y cuando parece que ya lo has visto todo, llegas a la sede del PCE. Una imagen de Miguel Hernández, en mitad de las Hogueras, es un oasis. Algo así como si alguien hubiera encendido una cerilla poética en un incendio comercial. De pronto, hay arte, hay cómic, hay memoria, hay principios. Y eso también es fiesta. O debería serlo.

Mientras se fomenta llevar las Hogueras a Berlín, a Londres o al Muro, aquí, en casa, sigue faltando una alternativa real. Un racó con ideología, un espacio donde el hielo y el fuego puedan convivir. Donde alguien se atreva a preguntarse si hay fiesta posible para quien no se la puede permitir. Y donde se pueda hablar de maquis o rozar la piel de Nestter Donuts, antes de que el lío disléxico distorisonado de Kreddy Frueger ponga vida a esta parte muerta de la celebración, que yo cerré a lo grande con un baño nocturno, y en bolas, en La Almadraba.

Dicho lo cual..


¿Qué hogueras son las tuyas?

Quizá eso sea lo más interesante de todo esto. Que aún hay resquicios de clandestinidad. Lugares que se resisten a las playlist clónicas, a la barra como única propuesta cultural, al desfile como única narrativa.

Las Hogueras son muchas cosas, sí. Pero podrían ser más. Tal vez no esté en mí definirlas, ni siquiera vivirlas como otros. Pero en estos días, entre sudor, ruido, pintura y resistencia, he descubierto que incluso sin idiosincrasia, uno puede encontrar su lugar. Su pequeña hoguera invisible. O su pequeño puzle de retazos con sentido. Y eso, también, es amar esta ciudad.

Publicado en: ALICANTE CIUDAD, crónicas, fiestas, opinión, REVISTA




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