Alicante no necesita grandes informes científicos para comprobar que el cambio climático ya no es una amenaza lejana, sino una realidad cotidiana. Cada otoño, las DANAs descargan lluvias torrenciales que inundan calles, garajes y bajos comerciales. Cada verano, el termómetro se dispara durante semanas que parecen no tener fin, y las noches tropicales —esas en las que el descanso se vuelve imposible— son ya la «nueva normalidad».
Mientras tanto, las decisiones que se toman en Bruselas o Estrasburgo parecen tener un eco distante en la vida diaria de quienes habitan esta provincia. El reciente voto en contra de los objetivos climáticos europeos por parte de representantes del PP en Europa ha levantado inquietud entre colectivos ambientales y sectores sociales que viven de cerca los efectos del calentamiento global.
En una región donde el turismo y la agricultura son pilares económicos, la crisis climática se traduce en sequías más prolongadas, incendios más intensos y un litoral cada vez más vulnerable. Las lluvias que antes garantizaban cosechas hoy se concentran en pocos días de violencia extrema; las playas que sostienen el turismo pierden arena cada año; y el mar avanza sobre paseos marítimos construidos en épocas en que el cambio climático se consideraba una hipótesis.
Pero más allá del clima, Alicante enfrenta otro tipo de calentamiento: el urbano. En los últimos años, el centro de la ciudad vive atascos permanentes, un tráfico que asfixia y una movilidad pública insuficiente para absorber el crecimiento de población y visitantes. Mientras las ciudades europeas avanzan hacia modelos más sostenibles —con transporte eléctrico, zonas verdes y peatonalización—, la capital alicantina sigue apostando por la planificación basada en el cemento: nuevas urbanizaciones, talas de árboles para abrir espacios a aparcamientos o terrazas, y un déficit estructural de sombras naturales en calles y plazas.
El resultado es un paisaje urbano cada vez más inhóspito ante el calor y menos preparado para resistir las lluvias torrenciales. Y aunque los planes de adaptación al cambio climático deberían ser prioridad, la desconexión entre las políticas locales y las decisiones europeas amenaza con dejar a Alicante en una posición especialmente frágil.
Frente a este escenario, la ciudadanía mira con preocupación la falta de compromiso político con los objetivos climáticos comunes, que no son solo números o porcentajes de reducción de emisiones, sino herramientas para proteger territorios como el alicantino. Apostar por el cemento frente al verde, o por la inacción frente a la prevención, no solo tiene consecuencias ambientales, sino también sociales, económicas y de salud pública.
En definitiva, Alicante vive cada día lo que otros aún discuten en los despachos: el impacto directo de un planeta que se recalienta y de unas políticas que, cuando no miran hacia el futuro, acaban condenando el presente.
No lo olvides la siguiente vez que vayas a votar.
















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