
Cada invierno pasa lo mismo. Suben los casos de gripe, colapsan las urgencias y reaparece el mantra: “la sanidad pública no funciona”. Y, casualmente, vuelve también el mensaje implícito —y a veces explícito— de que la solución está en la sanidad privada. Más rápida, más eficiente, más moderna. Al menos… para la gripe.
Conviene parar un momento y explicar algo básico: las urgencias no están para ir rápido, están para atender lo urgente. Y no, una gripe común, por muy mal que nos haga sentir, no suele ser una urgencia vital.
Qué son (y qué no son) las urgencias
Las urgencias hospitalarias están pensadas para situaciones graves: dificultad respiratoria severa, infartos, ictus, traumatismos importantes, infecciones complicadas, empeoramientos bruscos de enfermedades crónicas. No para evitar esperar en el centro de salud ni para que nos receten antes un antigripal.
Cuando las urgencias se llenan de procesos leves, quien paga el precio no es el sistema en abstracto, sino las personas que sí necesitan atención inmediata y que ven retrasada su asistencia. El problema no es que la gente vaya “por gusto”, sino que el sistema de atención primaria está siendo debilitado de forma deliberada.
El deterioro no es casual
No estamos ante un fallo puntual ni ante una mala gestión coyuntural. Lo que vemos es el resultado de años de recortes, falta de inversión y decisiones políticas que han dejado a la sanidad pública sin músculo suficiente para absorber picos de demanda previsibles, como los de la gripe estacional.
Mientras tanto, se normaliza el discurso de que “lo privado funciona mejor”. Claro: para lo barato y frecuente. Una consulta rápida, una prueba sencilla, un tratamiento estándar. Ahí sí hay rapidez. Pero no necesariamente mejor atención, ni seguimiento, ni capacidad de respuesta ante problemas complejos.
Nos han vendido la sanidad como si fuera una empresa que debe ser “eficiente”. Pero la sanidad no es un negocio, ni su objetivo es ahorrar dinero. Su objetivo es cuidar vidas.
Y aquí viene la parte incómoda: el mayor gasto para una aseguradora privada no es una gripe, es una enfermedad grave. Por eso los seguros básicos —los que muchos pueden pagar— cubren bien lo simple y fallan estrepitosamente cuando aparece lo serio. Entonces llegan las letras pequeñas, las exclusiones, los copagos imposibles o la derivación al sistema público.
Porque, al final, cuando el problema es real, quien sostiene el coste es el Estado… o la persona enferma, que puede acabar arruinada. Y si no hay Estado que financie, la solución más barata para el sistema es clara: que no sobrevivas. Pero claro, si tú te cargas esa opción, o la infrafinancias, o saturas a los médicos y profesionales que la mantienen, entras en su juego. Y, aunque cuando estás sano, o tienes una gripe y no te atienden como deberían, no seas consciente, cuando tienen que ingresarte por lo que sea, despiertas.
No estamos hablando de tiempos de espera como si se tratara de una app de reparto. Estamos hablando de derechos, de seguridad colectiva y de un sistema que solo funciona si se cuida, se financia y se defiende.
Usar bien las urgencias no es una cuestión de civismo individual, sino de responsabilidad política. Y seguir dejando que la sanidad pública se vaya al garete mientras se empuja a la población hacia soluciones privadas parciales es una decisión consciente, no un accidente.
La gripe pasará. El invierno también. Pero si seguimos aceptando este relato, lo que no pasará es el deterioro del sistema público. Y cuando llegue el día en que de verdad lo necesitemos, puede que ya no esté.



















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