
«Apagar», darle al off, no pensar… es un ejercicio que practico con frecuencia, aunque normalmente con la intención de descansar o enfocar la mente en algo concreto.
Hay un alto porcentaje de personas que desean que el mundo se detenga, pero no tienen claro para qué. Y hoy, que el mundo se ha apagado y he visto como la gente a mi alrededor se han quedado paralizada, sin saber cómo reaccionar más de uno se ha dado cuenta de la importancia de la pausa en la vida.
Seguramente, como tras la pandemia, mañana nadie se acuerde que durante dos horas volvió a ser independiente. Que no tuvieron notificaciones, se dieron cuenta de lo que realmente importa y enumeraron en su cabeza las personas a las que hubieran llamado si la red les hubiera dejado, para saber si están bien.
No creo que haya sido el único que ha visto el «error de cálculo» como una posibilidad, y he pensado “a ver si dura” y me he puesto a aprovechar el momento: ordenando los caos de misimpulsivas colecciones de nada (y de todo) en el ordenador, he escribir un rato, sin prisas ni objetivos, he comido degustando… y luego, tras confirmar que todo estaba en orden y que podían dejarnos ir, he salido a dar un paseo por el centro para observar cómo gestionaba Alicante este pequeño caos.
No he visto policías dirigiendo el tráfico, pero me ha sorprendido que, pese a que los semáforos no funcionaban, no se han producido accidentes. Lo que demuestra, quizá, que la anarquía tiene algo de funcional, jaja.
También ha sido agradable ver a la gente caminando, sin cascos, sin mirar pantallas. A veces viene bien mirarnos a los ojos, escuchar el mundo: el ruido, los nervios, los cláxones, las dos chicas decidiendo qué hacer con la puerta del comercio que no se cierra (porque no hay luz), los chistes improvisados, las teorías conspiratorias, quienes siguen mirando el móvil aunque no haya conexión para frenar la ansiedad predominante.
Ha sido un paseo entretenido. Pensando en mí, en mi vida. En el presente, o en el futuro, sin saber nada más que lo evidente: las luces están apagadas y hoy no habrá aderezos tecnológicos en mi día.
Después he subido 11 pisos (más un entresuelo) por las escaleras, he leído, he seguido escribiendo, he hablado con mis padres… He buscado luces por si la noche también venía oscura. Y hasta me he regalado una siesta de esas que pocas veces me permito. Antes de encender las velas y quitarle el polvo a mi viejo transistor.
La moraleja es que el móvil nos hace perder más horas de las necesarias. Y si a veces me planteo “jubilarme” a los 50, es por esto: porque quiero una vida así. Con tiempo para hacer lo que me apetezca, sin pensar en lo que me pierdo ni en las consecuencias. Sin dar explicaciones, simplemente haciendo lo que me sienta bien.
Simplemente, un apagón más constante con un interruptor para decidir cuando me apetece todo lo contrario
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