
Los pescadores de arrastre alicantinos han vuelto a cargar contra la Unión Europea tras el acuerdo que fija en 143 los días de pesca en el Mediterráneo para 2026. Desde la Cofradía de Pescadores de La Vila se habla de barcos “al límite de la supervivencia” y se insiste en que los 180 días son el mínimo imprescindible para garantizar la viabilidad económica del sector. Sin embargo, el debate vuelve a centrarse, una vez más, en el número de jornadas y no en la pregunta de fondo: ¿cuánto puede soportar todavía un Mediterráneo esquilmado durante décadas?
La pesca de arrastre ha sido, históricamente, una de las prácticas más agresivas con los ecosistemas marinos. La sobreexplotación continuada de los caladeros ha reducido drásticamente las poblaciones de muchas especies, comprometiendo no solo el futuro del sector, sino el equilibrio ecológico de un mar cerrado y extremadamente frágil. Pretender que el problema se resuelve aumentando días de faena es insistir en una lógica cortoplacista que ya ha demostrado sus límites.
La regeneración de las especies marinas no es una utopía. Es un proceso factible si se aplican pautas claras: reducción del esfuerzo pesquero, vedas bien planificadas, control efectivo de capturas y una transición hacia modelos menos destructivos. Los ejemplos existen, dentro y fuera de nuestras costas. Pero requieren tiempo, renuncias y una mirada a medio y largo plazo que choca frontalmente con el discurso dominante del sector.
Desde la cofradía se denuncia que los 143 días “obligan a parar 92 jornadas” y consolidan una situación de precariedad estructural. Sin embargo, en una sociedad que avanza —no sin conflictos— hacia la limitación de actividades altamente contaminantes o destructivas, no es la pesca el único ámbito al que se le piden concesiones. Agricultura, industria, transporte o turismo han tenido que adaptarse, asumir restricciones y, en muchos casos, reinventarse.
El argumento de que “quien no llora no mama” vuelve a sobrevolar el conflicto. El sector presiona para obtener compensaciones, marcos más laxos o excepciones permanentes. Pero no siempre se puede ganar, y menos cuando lo que está en juego no es solo un modo de vida, sino la supervivencia de un ecosistema entero. Sin peces, no habrá 180 días, ni 143, ni ninguno.
Las nuevas exigencias de control y estimación de capturas, que los pescadores califican de imposibles de cumplir, forman parte precisamente de ese intento —tardío pero necesario— de poner límites reales a una actividad que durante años ha operado con escasa fiscalización efectiva. Más control no es sinónimo de castigo: es una condición mínima para garantizar que el mar tenga futuro.
El Mediterráneo no necesita más discursos de urgencia económica desligados de la realidad ambiental. Necesita tiempo, descanso y una gestión valiente que asuma que proteger el mar es, a largo plazo, la única manera de proteger también a quienes viven de él. Persistir en el corto plazo solo acelera el colapso que el propio sector dice temer.



















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