
La universidad no es un edificio. Tampoco es un título colgado en la pared. La universidad es una reflexión libre y directa. Es pensamiento crítico, es disidencia y es duda. Y cuando la verdad se manifiesta, hay gente que se molesta. Y por eso hay gente como Trump (o Ayuso) que quieren domesticarla.
Lo que está ocurriendo en Estados Unidos es un síntoma preocupante de un fenómeno que no es nuevo, pero que está adoptando formas cada vez más agresivas: la tentativa de controlar el pensamiento desde el poder. La reciente ofensiva del expresidente Donald Trump contra instituciones como Harvard o Columbia, bajo la excusa de combatir el antisemitismo, ha derivado en amenazas de recorte de fondos públicos si no se aceptan unas condiciones que atentan contra la libertad académica y la independencia institucional.
Columbia no, pero Harvard ha respondido con firmeza, negándose a ceder ante las demandas del gobierno, que incluyen el fin de los programas de diversidad o el control ideológico sobre el estudiantado extranjero. “Ningún Gobierno debería dictar a qué puede enseñar una universidad privada, ni a quién debe admitir o contratar, o qué áreas de estudio o investigación se pueden perseguir”, escribió el rector Alan Garber, subrayando que esas exigencias violan la Primera Enmienda y los límites estatutarios del Gobierno federal.
Este pulso entre Harvard y la Administración Trump no es solo una cuestión interna norteamericana. Nos interpela a todos. Porque la universidad libre y pública es una conquista democrática. Y porque si se normaliza que un gobierno imponga criterios ideológicos para financiar —o estrangular— a sus instituciones educativas, otros gobiernos, en otros países, podrían intentar hacer lo mismo. Y, visto lo visto, lo harán.
Por eso es importante, y necesario, cerrar filas. Porque la libertad de cátedra, la autonomía universitaria y el pensamiento científico no son lujos académicos: son pilares de una sociedad democrática. Defender la universidad pública es defender el derecho a pensar sin miedo. Y en un mundo cada vez más polarizado, defender ese espacio de libertad crítica es más urgente que nunca.
En Europa, y particularmente en España, todavía podemos presumir de una red de universidades públicas que, con todas sus limitaciones, zancadillas y precariedades, siguen siendo espacios de resistencia intelectual. Pero no podemos darlas por garantizadas. Si no las defendemos hoy, quizás mañana sea demasiado tarde.
La universidad debe incomodar. Debe ser lugar de preguntas, de debate, de conflicto incluso. Debe abrazar la diversidad, fomentar la investigación libre y proteger la palabra. Si renunciamos a eso por miedo o por comodidad, habremos vaciado de sentido a la propia institución.
En tiempos de ruido y propaganda, la universidad libre es una trinchera. Cuidémosla. Nutrámosla. Porque cuando las ideas son censuradas, la historia nos enseña que los libros vienen después.
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