
El amarillismo es una enfermedad persistente en el periodismo. Se disfraza de interés público, pero no es más que una explotación de la curiosidad morbosa, una invitación constante a la superficialidad. Lo hemos visto recientemente con el revuelo en torno a las imágenes robadas de la princesa Leonor: un claro ejemplo de cómo el sensacionalismo y la hipersexualización de la mujer siguen siendo los pilares de una industria que se niega a evolucionar.
En una sociedad que avanza —o al menos pretende hacerlo— hacia la igualdad de género, resulta especialmente indignante que todavía se valore más el cuerpo de una mujer que su intelecto. No es una cuestión de monarquía ni de privilegio; es el reflejo de un problema estructural que afecta a todas las mujeres. La atención mediática desmedida sobre la imagen de Leonor refuerza la idea de que una mujer no puede existir sin ser observada, medida y consumida visualmente. Como si su verdadero valor residiera en cómo luce y no en lo que piensa o hace.
El problema no es la curiosidad en sí misma, sino el tipo de historias que elegimos consumir y amplificar. ¿Por qué nos resulta más atractivo el morbo de una foto robada que una entrevista profunda? ¿Por qué se sigue premiando la carnaza visual sobre la reflexión y el discurso? En una época en la que la información está al alcance de todos, deberíamos exigir contenidos que nos nutran y no que nos atonten.
En mi modesta opinión – que al parecer no es mayoritaria- es más erótico desnudar un cerebro a través de una conversación inteligente que explotar la imagen de una mujer sin su consentimiento. Es más revolucionario dar espacio a voces femeninas que no necesitan exhibirse para ser escuchadas. Sin embargo, salvo contadas excepciones, los medios siguen empeñados en ofrecernos un menú saturado de imágenes sexualizadas, de cuerpos como objeto de consumo, mientras las ideas quedan relegadas a un segundo plano.
No se trata de censurar ni de moralizar, sino de cambiar la perspectiva. Normalizar la presencia de la mujer en la esfera pública sin reducirla a su apariencia. Dar prioridad a su talento, a su capacidad de aportar, de cuestionar, de transformar. No es una utopía; es una necesidad urgente.
Quizá el verdadero desafío no sea solo criticar el amarillismo, sino dejar de alimentarlo. Elegir mejor qué consumimos, qué compartimos, qué valoramos. Porque mientras sigamos otorgando audiencia a lo banal, el mercado seguirá sirviendo más de lo mismo. Y la rueda seguirá girando, aplastando en su camino la posibilidad de un periodismo más digno, más profundo, más justo.
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