
Hace meses que duermo solo. La primera noche fue rara, como todas las primeras veces que uno no sabe bien si ha ganado o ha perdido algo. Me quedé en la cama, mirando al techo, escuchando los ruidos de la casa como si fueran nuevos. Pensé en esa idea tan instalada, casi ética, de que dormir solo es un fracaso íntimo, como si el hecho de no compartir sábanas fuera señal de una vida mal llevada.
Pero el tiempo, que lo desdramatiza todo, se encargó de poner las cosas en su lugar…
Dormir solo no es lo mismo que estar solo. Una cosa es no tener a nadie al lado cuando apagas la luz, y otra muy distinta es sentir que no hay nadie al otro lado del día. La soledad que importa no es la de la cama, sino la del desayuno, la de las noticias compartidas, la de los mensajes inesperados, la de los planes con nombres propios.
En los sueños, por ejemplo, siempre estamos solos. Incluso cuando aparecen otros, lo hacen como figuras prestadas, reflejos de lo que imaginamos. Nadie te acompaña de verdad en el sueño.
Aprendí también a quedarme con lo que merece la pena. Con las personas que no hay que empujar ni perseguir para que te llamen o tengan las mismas ganas de verte que tú. Es curioso cómo cambia el día cuando sacas tiempo para un café, sin agenda y sin más compromisos – por lo que pueda pasar. Cuesta poco, y sienta bien. A veces, más que un viaje. Basta con no dejar pasar los vínculos que sí suman, que no piden explicaciones, que te invitan a ser sin necesidad de ser siempre el mismo.
Dormir solo, entonces, dejó de ser un hecho para convertirse en una pausa. En la noche tranquila que empieza cuando uno se acuesta en paz con lo que tiene, con lo que da, y con lo que dejó de pesar. La almohada no juzga. El silencio, bien llevado, es una forma de compañía. Y el descanso, cuando llega sin ruido, vale más que cualquier conversación forzada.
Duermo solo, sí. Pero duermo tranquilo.
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