
por @ladiscordantede
Mi padre ya no es mi padre. Sé que lo es, reconozco su cuerpo, la forma de sus manos, el olor cada vez más lejano de su piel, ese que ni la mierda en el pañal ha conseguido borrar. Pero su mirada está vacía, perdida en un limbo al que yo no puedo acceder. Y sin embargo, sigo buscándolo, sigo esperando un gesto, una chispa de reconocimiento que me haga creer, aunque sea por un segundo, que todavía está aquí.
Al principio, me aferraba a la esperanza. Eran despistes, cosas sin importancia: las llaves en la nevera, una historia contada dos veces. Nos reíamos. Hasta que dejó de ser gracioso. Hasta el día que se quedó mirándome sin saber quién era yo. Y ahí empezó el duelo, porque perdí una parte de mi padre aunque seguía poder viendo lo que había sido su cuerpo. Lo cuidé, como él me cuidó a mí cuando era una niña indefensa. Solo que él no volvería a aprender, no volvería a crecer. Solo seguiría perdiéndose, cada día un poco más.
Las noches eran eternas. Se levantaba desorientado, hablaba con fantasmas, intentaba salir de casa. Y yo, agotada, sin dormir, con el corazón hecho trizas, intentaba hacerle entender que estaba a salvo, que todo estaba bien. Pero nunca estaba bien.
Me acostumbré a vivir en una pesadilla con los ojos abiertos. Mi vida dejó de ser mía, porque ya no podía hacer planes, salir, trabajar con normalidad. Todo giraba en torno a él.
Nadie te prepara para ver a quien amas convertirse en una sombra. Para limpiar babas, para cambiar pañales, para darle de comer como a un niño pequeño, con la única diferencia de que un niño aprende y mejora, y él solo iba en dirección contraria. La impotencia, la rabia, el miedo. Y la culpa. La culpa de desear que termine. De querer que se vaya antes de verlo completamente vacío. Porque hay momentos en los que el amor no es suficiente.
Luego llegan esos instantes de lucidez, esas migajas que la enfermedad deja caer como si quisiera recordarte lo que perdiste. Una sonrisa cómplice, un apretón de manos, un susurro con mi nombre. Y entonces, todo el dolor, toda la desesperación, se hace soportable. Porque, aunque sea por un segundo, lo tengo de vuelta.
Pero no es vida. Ni para él. Ni para mí. Nadie querría esto para sí mismo. Ni él, que fue un hombre fuerte, orgulloso, independiente, habría querido verse así. Y yo, que daría cualquier cosa por alargar su vida si eso significara vivir de verdad, solo puedo desear que descanse. Que sufra lo menos posible. Que tenga la muerte digna que merece.
Porque no hay mayor amor que dejar ir. Porque prolongar la agonía no es cuidar, es castigar. Y compartir castigo.
Escribo esto, porque todavía hay quien pone en duda la eutanasia y lo ve como una especie de asesinato. Cuando en realidad, no se puede matar lo que ya no tiene vida. Necesitamos hablar de eutanasia con valentía, sin miedo. Porque nadie, absolutamente nadie, debería terminar como ha terminado mi padre.
Suscribo este artículo, que me hace ver que debo acelerar el trámite de mis últimas voluntades, pues a mis 67 años inicio la carrera del descenso y, por si acaso…