El ritmo de la vida, puede variar. Basta con pararse a pensar como un autobús llega tarde y, como es sábado, no te da por enfadarte. Luego lo que va a ser un paseo se convierte en una carrera (sonora) y entre medias descubres que una mañana en Alicante tiene cientos de historias diferentes conviviendo en un mismo escenario: El Barrio.
Carlos Izquierdo es un tipo peculiar. Que hace tres o cuatro años tuvo la brillante idea de investigar a qué suena Alicante cuando tienes la capacidad de eliminar de su postal Tuk tuks, guiris gritando o alguna de las muchas polémicas que nos «entretienen» durante la semana. Le llamó «Paseo Sonoro» y una vez al mes, se inventa una dinámica distinta para conectar el MACA con todo lo que suena a su alrededor.
Es importante, así que para quien no lo conoce, el pianista mínimo tiene un talento mágico, una sensibilidad que se contagia desde el momento que baja el tono y hace del silencio un arte intercalado con explicaciones, sonidos, notas cantadas o repliques de campanas que resuenan desde el hall del MACA, hasta lo alto de la Iglesia de San Nicolás.
A su lado, o incluso corriendo tras él, el aire vibra distinto. No sé si uno aprende sobre los sonidos de la ciudad o, simplemente, lo que cambia las cosas es tener el fin de entender que una misma ciudad, dependiendo del oído que la recorra, puede sonar de mil maneras.
Eso es, en esencia, el Paseo Sonoro: una invitación a detenerse, a mirar el mundo desde otro ángulo, a subir a un campanario y reajustar el compás interno. Una especie de pausa necesaria en medio de un ritmo que, por costumbre, nos estresa más de lo que nos mueve.
Luego, desde las alturas, el sábado sigue su curso. Dos personas se casan bajo nosotros, mientras el órgano asoma su espalda imponente, con todos sus tubos y restauraciones y un cuarteto de cuerda enciende el aire con Mendelssohn. Todo huele a incienso y a sábado. La escena tiene algo de sinopsis abierta, un “elige tu propia aventura” donde el siguiente sonido es el que decide el rumbo que vamos a tomar.
Lo más curioso, seguramente, es que el paseo no se hace sólo con las piernas. Se hace con el oído. Es como un juego que consiste en despertar sentidos dormidos, en dejar que lo cotidiano te roce distinto. En conversar con quien se hace fotos entre campanas, quien compara la subida con la del Campanille de Florencia o Notre dame… o en quien se limita a quedarse en silencio observando cómo el Castillo de Santa Bárbara proyecta su sombra sobre el Barrio de Santa Cruz —sin velas, como a la noche, pero con alma.
El silencio, descubrimos, no es ausencia: es espacio. Es lo que permite que los sonidos pequeños —los que siempre han estado ahí— encuentren su hueco. Porque el oído, a diferencia de los ojos, no tiene párpados, pero sí que a veces, baja su persiana y te permite recrearte en el timbre del agua de una fuente, en la reverberación de los susurros de una conversación o en las onomatopeyas de eso que no tiene un adjetivo concreto con que ser definido.
Para quienes no concebimos la vida sin música, sin tertulias de radio de fondo o sin conversación, redescubrir el silencio, para llenarlo de otros sonidos, resulta estimulante. Hasta el punto que, una vez acabado el paseo, el sentir del juego persiste y se traslada a un sábado terrenal entre barras. Esas que también son altavoz, escenario costumbrista donde las conversaciones cruzadas son parte del paisaje sonoro de nuestras existencias.
Del campanario, en lugar de irnos a casa, nos mezclamos con guiris y nos perdemos en el Mercado, El bar El Flor y su historia líquida con viejas glorias hablando de los Sirex. Para después viajar entre las risas, los vasos golpeando el mármol, a confidencias a media voz. Y, más tarde, la Taberna Sonora completa el ritual: con tortilla de patatas, un herbero, y un buen rato con exiliados, visitantes, caraduras que se olvidan el dinero y poetas que se habían pasado la mañana del sábado esperando a que le pusieran un lavavajillas.
Escuchas sin querer, reconoces, imitas el menú de dos desconocidas, pruebas un cóctel con cacahuetes picantes y te ríes con el eco de las copas, el replique de la taza con el carajillo, o el sonido del hielo mezclándose con el Patxarán.
El silencio se esfuma, después, entre el rock del Jendrix, la Coca de Mollitas más grande que se ha visto, Santa Cruz, ya desde abajo, con velas y la vida, tal cual la ves, como la quieres ver u oír.
Ahí termina el paseo, o tal vez empieza. Porque, al final, todo consiste en eso: en aprender a escuchar lo que siempre ha estado ahí, esperando que alguien le preste oído. Sentido. O forma.
El mes que viene, repetimos. Pero practicaremos, mientras tanto, el arte de apreciar todo lo bueno que tenemos delante. Desde que te acuestas, ya con la radio de fondo, y los problemas replicando en tu cabeza, hasta que despiertas pensando que hay silencio, donde en realidad no lo puede haber. No porque yo lo diga, sino porque el compositor John Cage en 1951, entró a una cámara anecoica (un lugar diseñado para no tener eco) y concluyó que el silencio total es imposible porque aún se escuchan los sonidos internos del cuerpo, como los latidos del corazón y el sistema nervioso. Por lo tanto, el silencio absoluto solo se alcanza al escuchar los ruidos internos, que siempre están presentes mientras se está vivo.
Y es romántico pensar, que Alicante también escucha sus propios sonidos internos cuando calla.















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