
Entre la playa de la Albufereta y la de San Juan, donde la costa se vuelve íntima y la roca acaricia el agua en pequeñas calas de transparencia hipnótica, se extiende el Cabo de la Huerta. Allí, donde el mar y el cielo parecen hablar en voz baja, sobrevive un lugar que aún escapa —por ahora— a la saturación que consume otros tramos del litoral alicantino. Es un refugio de luz y silencio, donde la historia se mezcla con el aroma a sal y las pisadas lentas.
Caminar hacia el faro del cabo, inaugurado en 1856, es una experiencia que parece suspender el tiempo. La senda costera, salpicada de esparto y lomas que bajan hasta el mar, invita al sosiego. La brisa marina, libre aún de cemento y bullicio, acompaña cada paso como un canto antiguo que pide respeto. No es raro ver aves detenerse en vuelo, o escuchar el crujido de la posidonia seca bajo los pies. Es un paisaje que exige ser contemplado, no conquistado.
En este entorno de belleza austera, vivió un personaje que el viento se niega a olvidar: el salvaje del Cabo. Así lo repiten aún los guías al señalar las ruinas de su morada, asomadas al inicio del paraje con vistas a la playa de San Juan. Era un hombre de aspecto desaliñado y mirada densa, cuyo silencio decía más que muchas voces. Su presencia, a veces desconcertante, despertaba en los paseantes una mezcla de respeto, miedo y fascinación.
Vivía sin más ley que la del sol y el oleaje, y aunque su comportamiento solía ser pacífico, no siempre pasaba desapercibido. Se cuenta que, en ocasiones, irrumpía en la rutina de los bañistas con una desnudez que rayaba lo teatral. Sin palabras, aparecía y desaparecía como si solo necesitara un instante de contacto con el mundo para volver a fundirse con la piedra y la espuma. No era violento, pero sí inquietante, como un eco humano de la naturaleza indómita del lugar.
Hoy, su figura forma parte del alma invisible del Cabo de la Huerta. Es un recordatorio de que estos paisajes no solo son bellos por lo que muestran, sino por lo que esconden. Más allá de las postales turísticas y los atardeceres perfectos, hay relatos humanos que resisten al olvido. Y cada vez que el sol tiñe de oro las calas, o alguien se detiene a contemplar el horizonte desde el faro, parece que la historia del “salvaje” vuelve a latir entre las rocas.
Preservar el Cabo de la Huerta no es solo proteger su biodiversidad, sus antiguas piscifactorías romanas o sus senderos. Es también cuidar estas memorias, estos mitos que le dan profundidad al paisaje. No permitir que se convierta en otro rincón invadido por el ruido y la prisa. Porque en cada cala tranquila, en cada rincón sin urbanizar, sigue viva una forma de estar en el mundo que merece ser respetada.
Y quizás, entre las sombras de los pinos y la luz del faro, aún habite el espíritu libre de aquel hombre, recordándonos que hay lugares que no deben ser domesticados.
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