Ya no me gusta hacer deporte. En mi juventud jugué al fútbol y a otras actividades de equipo. Pero no me gusta la versión moderna del esfuerzo físico: ni en su estética, ni en sus formas destructivas.
Pero hay una excepción desde que vivo en Alicante: La lluvia. Cuando caen gotas y las calles se vacían, mi cuerpo se activa y sin necesidad de zapatillas, ni camisetas fosforitas, mis piernas aprovechan el vacío de las aceras para hacerme correr como si me persiguiera la policía: rápido, sin mirar atrás y sin tener muy claro hasta dónde quiero llegar en realidad.
Aquí hay un extraño temor al agua. Se cancelan los planes, el tráfico es un caos, la gente se encierra en casa, como si hubieran vuelto las restricciones pandémicas… no hay cultura de café y conversación, ni gusta el placer de que tu pelo se empape y gotee gotas sobra tu jersey.
Es un día al año. A lo sumo diez. Y yo opto por correr como Forrest Gump, escuchando el silencio que otras veces añoro, el vacío en las calles que nunca encuentro y la limpieza que purifica, una parte del tránsito habitual de las calles por donde paso.
Es otra perspectiva, ya no solo por la velocidad, sino por los matices oscuros, que dan a la luz, con la que algunos definen la ciudad, otra relevancia. La tensa calma de los que cambian el estrés y el insulto habitual al volante, por el reto de enfrentarse a situaciones que no controlan.
Parece una metáfora. Pero es la simple reflexión de un tipo que se acaba de quitar su ropa empapada, con el corazón a punto de reventar, mientras tú buscas qué peli ver esta tarde lluviosa en Netflix o llenas tus grupos de Whatsapp quejándote porque es viernes y está lloviendo.
¿Has probado a mojarte?
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