
La Unión Europea ha dado marcha atrás en una de sus medidas ambientales más simbólicas. La prohibición total de los motores de combustión a partir de 2035 deja de ser absoluta tras la decisión de Bruselas de rebajar el objetivo de emisiones de los turismos del 100% al 90%. Esto permitirá que, más allá de esa fecha, sigan fabricándose vehículos de gasolina y diésel, siempre que una parte de sus emisiones se compense mediante créditos considerados “verdes”.
El cambio supone un giro relevante en la hoja de ruta climática europea y responde, en gran medida, a la fuerte presión ejercida por la industria del automóvil. Fabricantes y patronales del sector han logrado que la Comisión Europea flexibilice una normativa que hasta ahora marcaba con claridad el final de los motores contaminantes.
En la práctica, el nuevo marco permitirá neutralizar sobre el papel hasta un 10% de las emisiones mediante mecanismos de compensación, como el uso de biocombustibles o de materiales de bajo impacto ambiental producidos en la UE. En el caso de las furgonetas, el objetivo de reducción de emisiones de CO₂ para 2030 también se suaviza, pasando del 50% al 40%, con el argumento de las dificultades técnicas y económicas para electrificar este segmento.
La decisión llega en un contexto de repliegue de las políticas verdes europeas. Tras una legislatura marcada por avances en regulación ambiental, el nuevo equilibrio institucional está favoreciendo una agenda más flexible con los grandes sectores industriales, incluso a costa de diluir compromisos climáticos asumidos hace apenas unos años. Aunque desde la Comisión se insiste en que la neutralidad climática no está en riesgo, el mensaje implícito es claro: la competitividad económica gana peso frente a la urgencia ambiental.
Desde el sector del vehículo eléctrico, la rebaja del objetivo se interpreta como una señal preocupante. Pasar de una meta clara de emisiones cero a un sistema basado en márgenes y compensaciones introduce incertidumbre, frena inversiones y reduce el incentivo para acelerar una electrificación real del parque móvil europeo.
Junto a esta flexibilización, Bruselas ha anunciado un paquete de incentivos para la industria automovilística, que incluye “supercréditos” para los fabricantes que produzcan coches eléctricos pequeños y asequibles dentro de la UE, así como un plan de impulso a la industria de baterías dotado con 1.800 millones de euros. Además, se prevé una simplificación normativa que reducirá trámites administrativos y supondrá un ahorro estimado de más de 700 millones de euros anuales para el sector.
El resultado es una transición climática cada vez más matizada: se mantiene el discurso verde, pero se suavizan las obligaciones. Se habla de sostenibilidad mientras se permite que los motores de combustión sigan presentes durante décadas, confiando en compensaciones futuras mientras las emisiones reales continúan hoy. Una marcha atrás que no solo afecta a los objetivos climáticos europeos, sino que refuerza la idea de que, ante suficiente presión, incluso las promesas ambientales pueden diluirse.



















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