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Las cicatrices y las arrugas cuentan la historia de mi vida

24 de junio de 2025 por Jon López Dávila Deja un comentario

Hay verdades que se escriben en la piel mucho antes de que alcancemos a comprenderlas. Las cicatrices y las arrugas, tan temidas por una sociedad que idolatra la apariencia juvenil y tersa, son en realidad las crónicas silenciosas de nuestra existencia.

Si uno se detiene a analizarlo —y la filosofía nos invita constantemente a detenernos— todo parece efímero. La fugacidad es el telón de fondo de la existencia. Dura poco una sonrisa, se desvanece pronto el perfume de una flor, se enfría rápido la comida recién hecha, y los amores, incluso los más intensos, conocen su ocaso. Las etapas de la vida, paradójicamente, parecen terminar justo en el momento en que comenzamos a comprenderlas, cuando les hemos “cogido el tranquillo”.

En ese flujo incesante de lo efímero, el espejo se convierte en testigo implacable. No engaña. Allí están las líneas en el rostro, las arrugas en las comisuras de los ojos o en la frente, que delatan las risas, las preocupaciones, las noches sin dormir y los días llenos de sol. Allí están las cicatrices, a veces discretas, otras evidentes, recuerdo indeleble de tropiezos, caídas, intervenciones, juegos de la infancia o decisiones valientes.

Le tememos al paso del tiempo, como si la juventud fuera un refugio inalterable. Pero no hay existencia sin transformación, ni aprendizaje sin herida. ¿De qué otra forma se revela el paso de la vida, sino en esas marcas que la piel colecciona? Las cicatrices no son solo la memoria del cuerpo, son la evidencia de que fuimos, de que arriesgamos, de que vivimos más allá de los márgenes seguros. Y de que aprendimos.

Podría decirse que las arrugas y las cicatrices son los «documentos existenciales» que portamos, y que, como los pliegos antiguos, solo se comprenden en su totalidad si se leen con paciencia, sin prejuicio, con la apertura de quien sabe que la belleza no reside en lo inmutable, sino en lo que ha sobrevivido al tiempo.

Espero, eso sí, que las cicatrices que portas y las arrugas que algún día te encuentres en el espejo —o ya reconoces— provengan de experiencias buenas. De sonrisas sinceras, de carcajadas imprevistas, de tardes al sol, de amores vividos con plenitud, de juegos de infancia donde caerse era parte inevitable de aprender a caminar y a levantarse.

La existencia nos enseña a mirar la finitud no con resignación, sino con lucidez. A comprender que todo lo que se borra, todo lo que cambia, todo lo que muere, da sentido a lo que permanece. Y en el cuerpo, lo que permanece no son los años, sino sus huellas.

Así, frente al espejo o frente al juicio del tiempo, no temo a mis cicatrices ni a mis arrugas. Son mi autobiografía silenciosa. Son las páginas visibles de mi vida, escritas no con tinta, sino con el pulso innegable de la experiencia. Y si he de dejar un legado, que sea este: no escondas tus marcas, llévalas como el filósofo lleva sus preguntas, como el navegante sus mapas gastados, como el poeta sus versos. Porque ellas, y solo ellas, cuentan la verdadera historia de tu vida.

Publicado en: Ciencia y salud, mayores, opinión, REVISTA, WORLD




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