
Llegan de nuevo las Hogueras, y con ellas, ese aire de entusiasmo colectivo que solo una fiesta popular puede generar. Alicante se transforma. Las calles se llenan de color, de ruido, de fuego. Se activa el trabajo y la ilusión de centenares de personas que, durante todo el año, han dedicado su tiempo —y muchas veces, también su dinero— a hacer posible que ardan las calles de alegría. A todas esas personas, a cada comisión, a cada barraca, a cada racó: respeto y gratitud.
Porque no, no estamos en contra de les Fogueres. No lo estamos y nunca lo hemos estado. Lo que sí cuestionamos —y con razón— es el modelo que el Ayuntamiento de Alicante, en manos del PP y sus socios ultras, está imponiendo a la ciudad. Un modelo que utiliza una fiesta que nació del pueblo para convertirla en un escaparate controlado por intereses privados y redes clientelares.
La crítica no va dirigida a los festeros, sino a quienes han decidido que el espacio público es mercancía, que la convivencia puede sacrificarse por el negocio y que la fiesta es patrimonio exclusivo de quienes tienen licencia, padrinos políticos o respaldo económico. El resultado es una ciudad entregada al ruido sin límites, a la ampliación de molestias sin diálogo, y a la represión de cualquier forma de cultura espontánea o participación comunitaria.
El caso más flagrante de este doble rasero lo tenemos en la feria taurina: organizada directamente por el Ayuntamiento con fondos públicos, mientras se niegan espacios gratuitos a colectivos juveniles, asociaciones vecinales o propuestas culturales alternativas. ¿Qué mensaje se lanza? Que el negocio sí merece apoyo institucional, pero lo que nace del barrio, de abajo, debe mendigar permisos y aguantar prohibiciones.
Este modelo tiene nombres y apellidos. David Olivares, presidente de la Federació de Fogueres, y todos los que, al frente de entidades festivas afines al PP, han pervertido el sentido original de la fiesta. La han convertido en una herramienta de poder, donde se agravan los conflictos entre quienes participan del dispositivo oficial y quienes, simplemente, quieren vivir su ciudad de otra manera.
Conviene defender otra manera de entender la fiesta: una que respete el descanso y la diversidad de ritmos vitales. Una que no expulse a quien no forma parte de la estructura oficial. Una que no confunda cultura con espectáculo privatizado ni participación con clientelismo. Una manera de vivir las Hogueras que sea profundamente popular, abierta, horizontal y cuidadosa con su entorno.
Porque si algo deberían ser les Fogueres, es pueblo. Comunidad. Alegría compartida.
Si las convertimos en un negocio exclusivo para unos pocos, estamos dejando fuera a gran parte de la ciudad. Defender la fiesta es también defender la convivencia, la igualdad de oportunidades y el derecho a hacer ciudad de muchas maneras distintas.
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