
Últimamente me planteo muchas veces cuánto cuesta llegar a una solución sencilla, meditada, sosegada… (importantes las comas)…
Todo es una cuestión de tiempo, pero, sin entrar en comparaciones que no aportan nada, hay gente con dinámicas vitales no deseadas, que suman gastos excesivos no en dinero (que también) sino en segundos y energía.
Este hecho, no tenido en cuenta en la mayoría de estudios sobre las rutinas actuales, provoca una desventaja brutal en esa pelea personal que todos tenemos por llegar a esa supuesta vida perfecta en la que, en teoría, parece tan sencillo conciliar, divertirse, estar sano. En la realidad, no es oro todo lo que reluce.
1. Ser autónomo y no morir en el intento
En el primer punto del día estaría el hecho de la seguridad que da cobrar en un momento concreto del mes. Algo en lo que un asalariado con un jefe decente o un funcionario ni se plantea, y le parece un detalle menor. Pero que, teniendo en cuenta la mala costumbre de bancos, propietarios, empresas telefónicas o de luz de cobrar en su día establecido, no es un hecho baladí.
No ser autónomo, en la vida, te ahorra hacer cuentas, o pasarte la vida calculando lo que falta, lo que sobra, lo que debería haber llegado y lo que no sabes si, finalmente llegará. Eso sin contar que al año te las ves, al menos, 5 veces con Hacienda, que tienes una «hipoteca mínima» de 312€ mensuales, más el estrés de llevar todo al día, entendiendo los galimatías burocráticos que se multiplican por mil, si ese autónomo se dedica a la cultura y un tienes un apóstrofe específico que el burócrata que te llama tonto por no entender lo que él dice, no se esfuerza en comprender.
Ahí, ya partes con un déficit en gasto de tiempo, que otros dedican a pasear o a tomarse una cerveza, mientras el autónomo se disfraza de cobrador del frac, de secretario, de administrativo, de telefonista o de community manager.
Se presupone que sus beneficios son mayores, pero, en realidad, quitado el IVA, el IRPF, la cuota mensual y demás, lo que queda muchas veces son números rojos. (insisto, no todos somos autónomos al uso, aunque la ley nos trate así, porque hay servicios que no tienen un precio como pueden tener un grifo, un mueble, o un bote de pintura).
2. La paternidad/maternidad moderna y la conciliación
Si encima eres padre (que nadie me ha obligado) la cosa se complica, porque necesitas que alguien se quede con tu hija para compensar la falta de tiempo. Aquí también se presupone, que un progenitor moderno, tiene una pareja, abuelos, tíos, amigos de toda la vida y una relación maravillosa con sus vecinos. No entrar en ese supuesto, es otro motivo de estrés, o ¡sorpresa! otro motivo de gasto, o para correr más.
Lo que nos lleva, tengas la condición laboral que tengas, y el tipo de familia que gastes… a la conciliación. Un término manido que suena bien en los discursos vacíos de quienes nos gobiernan, pero que en la práctica es una quimera. Porque la flexibilidad de horarios brilla por su ausencia e ir al banco o al médico, más que un derecho es un motivo de estrés. Lo mismo que querer formar parte de la educación de tus hijos, o tener libertad para dar rienda suelta a tus talentos ocultos, o discutir en qué momento del día eres más productivo y si hacen falta ocho horas, o 7 y media, para sacarle rentabilidad a esa productividad.
3. El puto dinero…
El dinero solucionaría muchas cosas, por mucho que nos autoconvenzamos con la mentira de que no da la felicidad. No la da, pero da margen, y el margen da pequeños respiros que, al final de un día, también, se notan. Lo que me hace pensar que la pobreza real, más que en ausencia de billetes se mide en falta de tiempo, aunque muchos lo gasten sin mucho criterio.
4. Time, is never time at all (que cantaban los Smashing)
Por eso, yo, personalmente, a los que más envidio es a los que tienen tiempo. A los que se pueden permitir el lujo de tener un rato para leer, para no hacer nada, para tumbarse y contemplar el techo sin que el reloj los ahogue. Envidio a los que se cuidan o comen sano, porque tienen la fuerza de voluntad o el lujo de poder elegir sin prisas, comprar al día o hasta cocinar.
Pero también me planteo que si yo no lo hago, no es porque sea desorganizado o no quiera, si no porque mi mente, a una hora del día, y aunque siga trabajando, ya no piensa con la lucidez que debería. Cosa que también va ligada a discusiones sin sentido, a pérdidas brutales de energía o a una pérdida de calidad de vida.
No os voy a engañar, desde esa apatía, siento unos tremendos celos de los que decidieron bien en su momento y ahora saben, por ejemplo, cuánto dura, exactamente, su fin de semana. A los que pueden tomarse un lunes con calma o hacer de un miércoles una jornada de descanso sin remordimientos. A los que participan en la vida escolar de sus hijos y llegan a las reuniones, o se permiten el lujo de aburrirse en el parque. A las que planifican más allá del hoy sin miedo a que todo se desmorone mañana. A los que no tienen que retrotraerse al siglo pasado para darle al botón de pausa. Y, a los que estando como yo, saben asumir sin rechistar que este mundo es un continuo frenesí, compensando con un viaje, un coche grande o una comilona, lo que por otro lado: no tienen.
5. Los nuevos vicios de la sociedad moderna
Pero, seguramente, lo que más me jode de esta realidad en la que me he metido, es el tiempo que paso respondiendo a preguntas absurdas de gente que ni conozco. Las horas que paso justificando cada decisión que tomo, el que le quito a las horas de sueño, o a la siesta que no me da tiempo a echarme. Todo ese contacto directo actual que exige un cerebro activo como el mío, me conduce a acabar relamiéndome por las cosas que me gustaría estar haciendo, o el rato que mi padre sí tenía y yo ya no puedo dedicarle a los que se fueron, mientras yo estaba dentro de esta dinámica sin sosiego… pensando constantemente ¿para qué?
6. Conclusiones a medias…
Objetivamente, ni soy millonario, ni tengo posesiones, ni puedo darme un lujo, ni puedo pararme a definir lo que es la felicidad, o valorar las cosas buenas que sí que tengo… si fuera egoísta, o realista, hasta admitiría que no me gusta la soledad de llegar a casa y no encontrar refugio.
Incluso siendo más egoísta aún, puedo hacer una genuflexión ante quien no tiene que explicarse ni rendir cuentas de cada movimiento. A quien simplemente existe en su espacio, sin presión, sin escrutinio, sin culpa, sin ser consciente de que los años pasan e igual que el aceite o la gasolina doblan su precio, tú eres más pobre económica y filosóficamente.
Cada uno tiene su vida, sus límites, sus herramientas, su fuerza mental y su manera de afrontarlo. No todos tenemos las mismas cartas, ni las mismas oportunidades, ni las mismas circunstancias. Y sin embargo, nos medimos con la misma vara, con expectativas universales, con comparaciones que no hacen más que alimentar la frustración, mientras la política arregla el problema de unos cargando sobre otros el vacío que deja esa supuesta solución.
7. La dignidad
Yo sólo busco dignidad. Que esa conciliación sea efectiva. Saberme libre, al menos, un rato de vez en cuando. No tener miedo a quedarme sin nada mañana, o a tener una caries o a que se me rompa no sé que hostias del coche, o de la bici y me quede cojo porque no puedo arreglarlo.
Ejercer nuestro derecho a quejarnos por lo que no tenemos es eso, un derecho. Pero quizá, si comenzáramos por valorar lo que realmente tenemos, el enfado o la frustración perdería fuerza. Quizá así le restaríamos valor a lo que nunca conseguiremos. Y, en ese reconocimiento, tal vez hallaríamos una solución sencilla y menos frustrante. O al menos, un respiro.
Yo valorar lo valoro. Y justamente por eso, sé que es insuficiente, porque a este paso es posible que no llegue ni a jubilarme. Y sé, a ciencia cierta, que lo que lloren por mi, luego, no va a compensarme todo esto.
La explosión – ¡boom!
Lo que tengo claro, es que hay días en los que es inevitable explotar. Aunque, a veces, lo hagamos demasiado tarde y sin que esos que prefieren mostrarse felices a pesar de todo, entiendan qué decimos, y por qué lo decimos.
Si al menos sirviera de consuelo, pues mira… pero piensa que si lo hacemos así, igual es porque no tenemos más remedio. Porque lo que está claro es que los segundos perdidos de la vida… no vuelven. Y lo peor es que, encima, como ves, somos conscientes de todo.
*Este texto es de hace más de un año, no de hoy. Mis circunstancias han cambiado (por suerte) y lo triste es que me consuela leerlo, para valorar lo que ahora tengo, y lo que todavía me queda por tener (y hacer)
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