
En Alicante, como en tantos otros rincones civilizados del siglo XXI, persiste una curiosa costumbre: antes de educar, se multa. Una tradición muy nuestra que convive, sin rubor, con otra aún más ancestral: la de dejar la basura a las nueve de la mañana, a pleno sol, como si el calor ayudara mágicamente al reciclaje o a la desaparición espontánea de los residuos. Hay quien parece creer que los contenedores funcionan por telepatía o que doblar un cartón es una proeza reservada a atletas olímpicos.
Resulta fascinante comprobar cómo a algunos ciudadanos les cuesta lo mismo abrir la tapa del contenedor que cargar con un residuo quince o veinte pasos más allá. Ni hablar ya de separar residuos o usar el contenedor azul: un gesto tan revolucionario que todavía despierta recelos entre los sectores más cavernícolas del civismo urbano.
Ahora bien, que exista gente empeñada en vivir como si la recogida de residuos fuera un ritual opcional no exonera al Ayuntamiento de su parte de responsabilidad. Multar está bien, pero no sustituye a campañas de concienciación sostenidas en el tiempo, ni justifica los tasazos, ni explica la ausencia de baños públicos en parques y plazas, ni la falta de contenedores allí donde los residuos se multiplican por arte de consumo.
Porque educar también es facilitar: más puntos de recogida donde hacen falta, servicios públicos acordes a una ciudad que se dice moderna y, por qué no, algún incentivo para quienes sí cumplen. Castigar al que lo hace mal es sencillo; reconocer y premiar al que lo hace bien, parece, sigue siendo una asignatura pendiente.



















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