
Año tras año, como quien asiste a una función de teatro sin cambios de guion, miles de adolescentes en nuestro país se sientan frente a un folio en blanco mientras sus niveles de cortisol bailan claqué. Es temporada de exámenes finales, esa ancestral – y jodida- costumbre que aún se sostiene en los altares del viejo sistema educativo como si fuera un ritual sagrado para medir la valía de un joven.
Entre sus múltiples pruebas está la PAU (Prueba de Acceso a la Universidad).. ¿El objetivo? Memorizar como si no hubiera un mañana, escupir datos como si fueran chicles viejos y, una vez acabado el examen, vaciar la memoria como quien hace limpieza de armario: sin piedad, sin nostalgia y sin utilidad alguna.
¿Dónde quedó aquel río que atravesaba cinco comunidades? ¿De qué se compone una célula? Quién sabe. O más bien, después de este desmedido estrés, ¿Quién quiere saberlo?.
La memorización: esa religión obsoleta
La sociedad sigue insistiendo en que el conocimiento se mide en cifras: “tienes un 9”, “sacaste un 5 pelado”, “tu media no da”. Las cifras son ordenadas, limpias, parecen justas. Pero en realidad son apenas un reflejo matemático de un sistema que prioriza lo efímero frente a lo esencial. Se enseña a recordar sin comprender, a repetir sin razonar. Lo curioso es que nadie ha considerado seriamente enseñar a pensar como una asignatura troncal.
¿Y si en lugar de enseñar a repetir fechas y fórmulas les enseñáramos a hacerse preguntas? ¿Y si formáramos adolescentes capaces de articular un pensamiento crítico, de dudar, de sostener un argumento sin recurrir a Wikipedia? Pero claro, eso no se corrige con plantilla y bolígrafo rojo. Demasiado subjetivo, dicen. Aunque no se puede generalizar, porque hay profesores, y profesoras que, por suerte, pasan del sistema y enseñan cosas que, realmente, son prácticas.
El puto estrés
Las respuestas al estrés no son iguales para todos, pero el sistema tampoco está interesado en matices. Lo que se espera es rendimiento constante, lineal, frío. Como si fueran máquinas. A algunos adolescentes el estrés los empuja a rendir más: subidón de adrenalina, hiperfoco. A otros los paraliza. A todos, de alguna manera, los condiciona.
Mientras tanto, en los pasillos de los institutos se multiplican los ataques de ansiedad, los dolores de cabeza, el insomnio, las crisis existenciales antes de los 18. Pero no pasa nada, es “lo normal”. Que aprendan a lidiar con la presión – teorizan desde un despacho-. Como si el estrés mal gestionado fuera una especie de vacuna para la vida adulta, y no el inicio de una relación tormentosa con uno mismo.
Pero, en realidad, no es el fin del mundo. Es urgente dejar de confundir un mal examen con un mal futuro. Una mala nota con una mala persona. Un mal día con un mal adolescente. El mensaje que muchas veces lanzamos, sin querer —y otras veces con todas las ganas del mundo—, es claro: “o apruebas, o fracasas”. La vida práctica, sin embargo, parece tener otros criterios. El pensamiento flexible, la ética, la empatía, la creatividad, el trabajo en equipo, la capacidad de dudar… son habilidades que no se evalúan con opción múltiple ni tienen un apartado específico en Selectividad.
Justamente, por eso, quizás habría que relativizar, resetearlo todo y volver a lo básico, encarnado en la frase de Michel de Montaigne: educar no es llenar una botella, sino encender un fuego. Pero para eso hace falta valor- que cantaba Auserón -. Enseñar a pensar es peligroso. Quien piensa, cuestiona. Quien razona, no se lo traga todo. Y si se nos llenara el país de jóvenes de criterio propio, ¿Qué nota global sacaríamos? Desde luego, mucho mejor que lo que las encuestas rezan.
Por eso, mientras seguimos viendo adolescentes con ojeras que arrastran mochilas llenas de apuntes y miedos, conviene no olvidar que aún estamos a tiempo de cambiar el cuento. Y sobre todo, de enseñarles que un examen no define una vida. Que el fracaso es una parte inevitable, que forma parte del juego y hasta – en una medida justa – puede ser útil en el aprendizaje. Pero que, si van a memorizar algo, ojalá no sea el tema 7 de Historia, sino la idea de que valen por lo que son, no por la nota que sacan.
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