
Hace mucho que cerraron Voodoo. Y como es costumbre en Alicante – con todo lo que cerró- su historia se ha magnificado… o no.
Quien lo conoció marca allí un antes y un después de su vida en particular, y la de la noche alicantina en general. Dicen que tenía una atmósfera inconfundible que cuesta reproducir en el Alicante de hoy. Es verdad que la nostalgia no suele ser objetiva, pero hacer un remember, como el del sábado en Jendrix, ayuda a que quienes no lo conocimos, porque no estábamos aún aquí, contextualicemos esa historia no escrita de las noches del principio de siglo en Alicante.
Debería costarnos menos encontrar una excusa para quitarnos nuestros disfraces actuales de padres, madres, empresarios ó cuarentones canosos para, por un rato, ser ese personaje noctámbulo que se divertía entre copas y buena música. No sé lo que seguimos siendo de todo eso, pero está bien que, de vez en cuando, la gente hable de esas noches míticas en las que los altavoces retumbaban y todo parecía posible. Porque posible sigue siendo, aunque no nos atrevamos a dejar que esa realidad nos desborde y nos permita segregar un poco de serotonina en este gris mundo del cortisol.
Supongo que en el fondo sabes que lo que realmente están buscando no es lo que ocurrió, sino lo que se construyó alrededor de cada canción o cada mirada cómplice de entonces. Y, claro, eso tiene mucho que ver con los espacios que nos marcan.
Yo tuve los míos, porque no llegué a conocer el Voodoo como tal. Pero sí lo he respirado muchas veces. La nostalgia me ha llegado de manera indirecta, a través de los recuerdos de quienes lo vivieron, o a través de los Spai Trip -Los recopilatorios «piratas» que repartía a sus allegados Sergi Spai-.
Por desgracia, se prodiga más por las sendas ciclistas que por las cabinas. Porque con la mierda repetitiva que se oye por ahí, se echa de menos la esencia de estos grandes descubridores de temazos. Esos que compartían canciones con la gente sin miedo a juicios, omitiendo peticiones e innovando cada vez que se ponían delante de los platos.
Su magia alcoyana radica en eso, en ofrecer algo más allá del mainstream. En sumergirnos en una experiencia donde lo importante no es solo la música, sino ese vínculo efímero y profundo con lo desconocido. Como una noche de esas en las que sales sin saber qué te vas a encontrar. Pero que en su remanso de novedades sabes que va a ser bueno. O al menos, diferente.
Luego fue llegando gente. Empezaron los cruces de miradas. Las sonrisas se dibujaban como si el tiempo no hubiera pasado. Hubo abrazos, muchos, niñas sordas, un «empanao» muy ochentero, gente con los pies destrozados (y no de bailar), recuerdos analizados entre cervezas y Gintónics… siempre con cierta morriña.
Y sí, obviamente, no podemos escapar de las señales que evidencian lo que hemos cambiado por fuera. Ante el reflejo del tiempo, ya no somos los mismos, aunque nos pongamos las camisetas de entonces o entremos en los pantalones que nos poníamos. Pero, lo bueno es que por dentro sí que seguimos buscando lo que aquellos momentos nos provocaban. Y, a veces, hasta lo seguimos encontrando.
La madurez se encarga de frenar las locuras que antes eran lo habitual, las que hacían que todo pareciera posible, y ahora hay algo de nostalgia en esas ganas de sentirnos tan libres como antes. ¿Es eso lo que seguimos buscando? Supongo que no. Que nuestro paladar busca sabores diferentes. Pero la fiesta de esta tarde-noche puede ofrecernos una pista. Porque la vida es más bonita cuando nos desenconsertamos y aparcamos determinados adjetivos que supuestamente nos describen.
Si lo piensas, en la música que allí sonaba está también la parte renovada de nosotros mismos. Hemos evolucionado, madurado, cambiado… pero compartimos un pedazo de pasado con una banda sonora común. E igual esta fiesta no es más que volver a ver normal lo que ahora parece un reto, algo lejano o un puzle que cuesta encajar.
Mientras más botellas de cerveza vacías se acumulaban sobre el billar, más se acentuaban los recuerdos. Es curioso que se aclaren y muten mientras suenan Los Planetas, Vetusta Morla o M83. Ahí te das cuenta que el Voodoo es un símbolo de lo que supone una primera escucha de algo y como pierde encanto cuando muere en la repetición. Pero sí que tiene un punto de verdad que lo que recordamos no es la noche en sí, sino el modo en que nos cambió sin que fuéramos conscientes, y cómo, incluso cerrado, se convirtió en algo más grande que un simple local pequeño en mitad del Barrio, o un DJ.
Sin espejos delante, podemos ser eso que recordamos. Quedarnos a vivir en las sensaciones que esas canciones nos despiertan. O en la vida que determinados abrazos siguen dándonos. El Voodoo fue la refundación de una forma de divertirnos. Y eso es algo que la nostalgia «subjetiviza», pero, al final, la fiesta de Voodoo no fue más que un recordatorio de lo que somos, de lo que fue, y de lo que ya no será. Pero que incluso olvidado, siempre vivirá anclado a esas canciones que nos marcaron y en esas miradas que nunca dejarán de trasladar a quien se atreve a cruzarlas, que seguimos sabiendo pasarlo bien, a pesar de todo.
Deja una respuesta