Hay una prisa que no sólo nos impide pensar, sino también compartir. Nos movemos con el dedo pegado al cristal de una pantalla, como si cada scroll fuera una bocanada de aire, pero no nos paramos a compartir, y sin propagar lo bueno que pasa a nuestro alrededor, el mensaje pierde fuerza. Se ahoga. Y se pierde.
Fuera de personalismos, tras más de 10 años publicando crónicas, noticias o artículos de opinión, hay días que asumo que puede que mis escritos sean largos o no tengan el interés suficiente en estos tiempos en los que gran parte del consumo social se centra en vídeos de apenas 5 ó 10 segundos. Pero, este fin de semana, he vivido una repetición de situación surrealista de gente, supuestamente cultureta de la ciudad que nunca ha oído hablar de quefas, ni de Alicante Live Music, ni de l´Alacantí Live, ni de Escénicas en Alicante… Le dije a 100 personas a la puta cara cuál era la agenda cultural más leída de esta provincia y ninguno de los 100, siquiera, buscó en su móvil de qué le estaba hablando.
Tengo claro que si tuviera cierto poder económico para hacer una inversión en publicidad, algo cambiaría, pero me obsesionó el hecho de saber qué falla en la comunicación. Dónde para esa inexistente «viralización» natural que antes se llamaba boca-oreja. Llámalo apatía, escepticismo o incluso trauma colectivo— que nos frena justo cuando deberíamos empujar.
No va de cifras, porque controlo el tráfico concreto de las más de 3000 personas que al día se dan una vuelta por la web. Pero también uso ese control, para ver que todas esas lecturas son individualizadas y que apenas un 1% de la gente que entra a un post, lo comparte desde su móvil. No va de egos, aunque algunos se inflen o se marchiten en función del eco. Porque he hecho la misma locación con artículos de otros medios en Alicante, y sucede exactamente lo mismo.
Y esto va de cultura, de comunidad, de visibilidad. De que un artículo reflexionando sobre una tertulia en El Faro tenga más de 8.000 visitas en cuestión de horas porque dos de sus protagonistas lo compartieron y su red lo amplificó (sí, un 8%). O de que una pieza de Deforme Semanal tenga 2.000 clics por esa misma mecánica sencilla y poderosa: compartir.
Mientras tanto, en Alicante, el silencio. O el murmullo entrecerrado del “me interesa, pero no lo comparto”. ¿Por qué? ¿Por miedo a mojarse? ¿Por vergüenza? ¿Por un complejo absurdo de inferioridad cultural? El público alicantino está estigmatizado, y me resisto a creer que sea más gilipollas que el del resto del mundo. Pero hay una resistencia subterránea a hacer algo tan elemental como hacer clic en “compartir” cuando un evento, una crónica o una iniciativa lo merece. O peor, a enviarlo por el simple hecho de protagonizarlo, por ejemplo.
Tenemos una agenda cultural que ya querrían muchas ciudades. Tenemos artistas que exprimen hasta el último recurso para sacar adelante sus obras. Tenemos colectivos que luchan cada semana por generar espacios donde antes sólo había páramos. Pero no tenemos viralidad. No porque no haya calidad, sino porque hay una especie de miedo —¿al qué dirán? ¿a parecer intensos? ¿a sentirnos implicados?— que nos paraliza.
Este no es un berrinche. No es una queja hueca. Porque es algo que nos sucede a la mayor parte de los creadores de contenido periodístico de esta ciudad. Es un intento de hacer visible lo invisible: que la cultura local no se levanta solo con talento, sino con comunidad. Que compartir no te convierte en activista ni en cultureta, pero sí en cómplice. Que quizá la próxima vez que veas un cartel de un evento que mola, una convocatoria de crowfunding, un calendario escolar que afecta a miles de personas, o un artículo que te ha hecho pensar… tal vez deberías hacer algo más que asentir y pasar al siguiente post.
Tal vez deberías compartirlo.
Porque si no lo hacemos entre nosotros, nadie lo va a hacer por nosotros. Y luego no vale quejarse de que en Alicante “nunca pasa nada”.
Sí pasa. Solo que nadie lo comparte con sus redes.
















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